A propósito de creencias (2/9)

escribe MANUEL BARREDA.


I. Reflexiones sobre asuntos de ética y de fe

Nos podríamos tomar la vida como Mello, que era creyente, o como Neill, que no lo era. O como Sócrates, Tagore, Juan Ramón, Ghibrán, Lorca, Machado, Russell, que, realmente, da igual si lo eran o no... (¿A quién le importa? Debería sernos irrelevante.)

Personalmente, prefiero Machado a Agustín de Hipona y Russell a santo Tomás. Pero mi preferencia es personal y apenas guarda relación con sus respectivas creencias, sino con sus actitudes morales y emocionales: con sus propuestas promotoras de búsqueda valiente o, por el contrario, de persecución práctica de disidentes; o esperanzadas en algún disfrute sádico (tipo: visualización desde tribuna del sufrimiento de los atormentados en el infierno para disfrutar más plenamente del cielo). Una preferencia fundada en la tolerancia y en mi amor a la libertad y hacia un tipo de honestidad no sádico ni opresivo hacia los demás.

Mi aversión es, pues, hacia el fanatismo intolerante, el sistema inquisitorial y la práctica del sadismo.

El hombre debiera aprender a gestionar sus emociones. No es sano –ni sabio- complacerse en atacar gratuitamente a los demás; ni procurarse el ascenso social pisoteando a otros... Tales prácticas suelen tener –aunque hay seres humanos para todo- su precio anímico y anti-felicitario.

Se supone que los tiranos e inquisidores nutren su poder y sus arcas del miedo y del robo. Pero pocas personas podrían disfrutar plenamente de tal proceder vital; no lo harán en tanto perciban que su felicidad va unida a un sentimiento de honestidad que requiere un mínimo armónico interior (y personal) que no pueden desoír del todo.

Aun nos podríamos tomar la vida tan alegremente como Casanova (el maestro veneciano del buen vivir) que, a lo que parece, jamás hizo mal (ni engañó, ni defraudó) a nadie (si lo hizo, mi diagnóstico y ejemplo aleccionador cambiarían radicalmente, o en la medida en que lo precisen). O al estilo diametralmente opuesto (no hay mal en la austeridad placentógena; en un retiro solitario que se desee y disfrute y no dañe a terceros)...

No hay un camino común para todos; cada cual ha de hallar –o sentir- el suyo. En cualquier caso, tanto si lo aprovechamos como si lo dejamos pasar, nos hallamos ante “el gran festín de la vida” (Lin Yutang dio este título a un hermoso capítulo de un bellísimo y añejo libro: La importancia de vivir).


VIDA
No vendrás en la noche, sigilosa. Soñaré que lo haces, solitario. Las olas romperán frente al bosque onírico, perdido en la magia azulada de la infancia, para despertar anhelando tu abrazo, bajo su cobijo arbóreo, abierto a un centro lacustre nutrido por una cascada rumorosa.

El frescor del agua besará tu piel una última mañana límpida. Bailarás por la noche sonriente una música festiva, junto al cava. Y otra vez sentirás la caricia de sus brazos, el olor de su cuerpo, el sabor de su boca, el sonido de su voz incomparable, el sudor amigo: las palabras necesarias para degustar a fondo tu reencuentro contigo y con el mundo.
Luego, cuando todo haya pasado, te quedará el recuerdo, que te compete -sólo a ti- tornar grato, amigo, memorable, promotor de armoniosa sonrisa
.


Hasta aquí la vida humana, no tan diferente, en un sentido biológico, de otras vidas, aunque sí desde un enfoque filosófico, psicológico o antropológico. Las creencias religiosas admiten éstas y otras aproximaciones o/y bases.

¿Y luego? Sabemos que tras la vida acaece la muerte. Es humano soñar que ésta no es el fin. Que somos seres eternos y, tras morir, recuperaremos nuestros sentidos, memoria, voz e inteligencia, y podremos reencontrarnos con los seres queridos, cuya ausencia añoramos tanto. (No logramos imaginar un disfrute no sensorial, ni emocional, ni racional, ni dotado de variedad y cambio de ritmo... ¡tan ligados estamos a nuestro ser biológico que no podemos entendernos espíritus carente de vista, oído, corporalidad visible, sensaciones táctiles, perceptores de color, textura, movimiento, sensaciones íntimas...!).

Soñamos con la eternidad. Pero, sueño -conmovedor y humano- aparte, ¿hay algo más? Cuando nos despojamos de preferencias, tradiciones y herencia cultural e inculcada, nos consideramos animales racionales. Creemos saber que los animales mueren y se descomponen, reciclándose como materia-energía; y no tenemos un solo dato que nos privilegie; sólo anhelo o esperanza.

Nuestra más honda añoranza se rebela contra la pérdida de cada ser querido (y, en no menor medida, contra la inexorabilidad de nuestra propia muerte). Queda su memoria, la huella que dejan en nuestra experiencia vital. Aun sentimos amor por quien se fue. Incluso permanece su obra.

Íntimamente, soñamos con un destino muy diferente: nuestra inteligencia y emociones son cuantitativamente mayores o cualitativamente mejores que las de los animales. Tenemos “dignidad humana”. Somos dignos de otra suerte.

¿Pesa algo de todo esto en la realidad (a la que no tenemos acceso)? Seguimos protestando como humanos ante lo que parece un final como tantos otros... Y con frecuencia hallamos consuelo imaginando, o creyendo, que no lo será.
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