Propongo que recuperemos un buen sentido para la palabra “religión”. Que valga para hoy, tras Copérnico, Darwin, Einstein, Hawking; también de Occam, Nietzsche, Schopenhauer; pero, sobre todo, de la liberación de cualquier poder tutelar represor del pensamiento y la ciencia, y la subsiguiente conquista del derecho a ser, opinar, investigar y divulgar.
En buena medida, su democratización ha hecho más respetable el término: ha dejado de ser temible opinar y expresar creencias; cada cual tiene la suya; se trata de un derecho personal. Lástima que –aunque esto constituya una excepción en Europa- queden en España quienes quisieran –y así lo expresan, sin sentir vergüenza- restringir derechos básicos e imponer por la fuerza su credo, que entienden infalible (1) .
Todo es tolerable, menos la intolerancia. Todo es respetable, menos el ataque personal. La persecución ideológica no es un derecho de Estado alguno. El terror y las situaciones de abuso y represión son denunciables y deberían desaparecer de la faz de la Tierra, se liguen al fanatismo que se liguen.
Imaginémonos unidos -cualquiera sea nuestra creencia- al menos en esto: la intolerancia es contraproducente para cualquier fin digno: inmoral, además de contraria al crecimiento personal y al avance del saber. El conocimiento es otra cosa, que se construye arduamente, a fuerza de vencer refutaciones, en esta búsqueda humana que, desde que existe la ciencia, tiene “norte”: método, razones, pruebas a acometer y escenario. Y crece, precisamente, contra los prejuicios y los dogmas que quisieran imponer –mediante el uso de la fuerza bruta: la ley, la policía, los instrumentos de tortura y ejecución- su infalibilidad.
Cierto que no todo es comprobable: lo especulativo puede o no partir de la realidad y sumar evidencias, o preferirse contra ellas. En ciencia cabe la creatividad, pero no agarrarse a un clavo ardiente en pro de un final interesado que se estime altamente improbable.
Cuando nos salimos de la búsqueda de la verdad, todo cabe: todas las artes han de ser libres. Las creencias y las experiencias pueden ser un asunto interno, no comunicable. En un marco ajeno a la verdad objetiva y a la pretensión de entender el mundo y reflejarlo neutralmente, cabe todo: nutrir la imaginación hasta abusar de ella y de las metáforas: un árbol es una araña para el pensador modernista que mira su copa tumbado en el césped, contra el cielo luminoso; la música refleja el movimiento de las olas...
Pero la buena filosofía se nutre de buenas preguntas que han de responderse sin premura. Y, de nuevo, con afán objetivo: partiendo de lo existente, asumiendo lo probable, introduciendo el mínimo de pasos especulativos e ingredientes indemostrados e improbables. Actuando sin confundir el creer con el saber: “saber que creemos, no creer que sabemos” cuando hablemos de creencias, como dijera cierto autor francés y reexpresara Comte-Sponville... Algo bien ajeno al hecho de que un mayor conocimiento científico –particularmente en biología y física, pero extensible a las restantes materias- parezca relacionarse –hoy- con una menor creencia en entes sobrenaturales e inteligencias incorpóreas.
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(1) Claro que se ha hablado de esta “patología” –psicológica y social- en miles de tratados. Baste leer la obra de E. Fromm, sin ir más lejos (El miedo a la libertad, Psicoanálisis de la sociedad contemporánea, Anatomía de la destructividad humana); aunque valen decenas de otros libros, incluyendo a los de texto (psicología, psiquiatría) y, aunque diversamente “analíticos”, a no pocos autores literarios y filósofos, clásicos o no (Montaigne, Marcuse, Mello, Hesse...). Entiendo que lo grave no es tanto el fanatismo personal per se como su exigencia impositora hacia otros (restrictiva de sus derechos, inquisitorial, perseguidora, represora, empobrecedora).
Jules Lequier: “cuando creemos con la fe más firme que poseemos