Recuerdo haber debatido en este blog acerca de “la carga de la prueba”.
Cierta vez, hace algunos años, ayudé a un abogado que veía su caso muy difícil. Tenía que demostrar algunas cosas que él no dominaba (por ser “médicas”); y como era él quien, a favor de su defendido, debía acusar a cierta empresa farmacéutica productora de determinado fármaco, iba a abandonar el caso porque debía afrontar “la carga de la prueba”. En otras palabras, no le valía un empate o sembrar la duda... tenía que ganar con claridad, demostrar una relación causa-efecto suficientemente acusatoria.
Parecía un asunto realmente difícil (un caso “perdido”). Pero, aunque él y su jefe de bufete lo desconocieran, percibí que lo tenían todo a su favor... De hecho, una vez presentadas una serie de pruebas bien concatenadas, la empresa se avino a un acuerdo amistoso que suponía 50 milloncejos de pesetas para el denunciante.
La “carga de la prueba” se había vuelto en contra de la empresa, que no tenía argumentación creíble para un juez o tribunal medio: su fármaco había sido retirado unos meses antes por existir evidencia de riesgo de producir cirrosis (lo que hallé en cierta publicación médica que tenía en casa), y el paciente había sufrido una cirrosis.
No había evidencia de relación, pero el abogado ignoraba la importancia de otros factores relevantes añadidos: su cliente era abstemio, carecía de otras patologías de riesgo (ni litiasis, ni hepatitis, ni pancreatitis), había consumido dicho fármaco por prescripción facultativa en el período y durante el tiempo esperable, y había desarrollado una cirrosis que –aun desconociendo su origen concreto- había sido calificada por un histopatólogo competente como de “probable etiología medicamentosa”.
Lástima que todo fuera muy amistoso: los abogados se repartieron 5 millones –el 10%- y no me dieron ni una pela... pese a que me llamaron algunas veces a fin de robustecer su argumentación hasta tornarla demostrativa, o prueba “suficiente”.
¿A qué viene semejante anécdota? Un simple ejemplo médico (hay varios en los que salgo mucho peor parado: aunque creo haber salvado alguna vida y realizado varios diagnósticos correctos, alguna vez he metido la pata. Aunque sin efectos deplorables, por suerte, tal vez la que más me avergüence recordar es aquella ocasión en que –recién licenciado- no sospeché que una niña de 12 años estuviera de parto... Con todo, la derivé al hospital que había de atenderla... Cierto que su jovencísima madre no sospechaba que su hija estuviera embarazada y, la pobre chica, entre dolores intensos, esperaba que fuera yo quien se lo dijera... Pero no se dejaba reconocer: ni podía acostarse... Bueeno... ya basta de risas ¡si lo sé no lo cuento!... ¿No se podían haber saltado un paréntesis tan largo?) y jurídico de lo que supone “carga de prueba”. Digamos que, en caso de empate, se presume la inocencia de aquel en quien no pueda demostrarse culpabilidad o indicios suficientes de causa.
En ciencia, en filosofía, en la vida cotidiana, la carga de la prueba ha de afrontarla quien afirme algo por demostrarse (1).
Si alguien dice que su caballo bayo corre a más de 60 Km/h, la gente se mostrará algo incrédula, pero tal vez poco interesada en exigirle pruebas (el récord registrado es de 70 Km/h, aunque cuesta bastante ser testigo directo de una carrera en que un caballo llegue a la cifra que pongo como ejemplo). Mas si la misma persona afirmara que puede hacernos detectable la existencia de espíritus, nuestra incredulidad (y desconfianza) crece, aunque también nuestra curiosidad (y el deseo de comprobar si hay algo de cierto, o qué le lleva a afirmar semejante cosa).
Si afirmara que existen las hadas, los gnomos, los genios o los duendes, el escepticismo se generaliza; y la persona deja de ser tomada en serio, salvo que aporte pruebas de alto nivel. Pues éstas han de ser tanto más contundentes cuanto más increíbles resulten las afirmaciones que las motiven.
En suma, la carga de la prueba ha de afrontarla quien realice una afirmación por demostrar, y en mayor medida cuanto más improbable resulte la misma. Aunque las visualizaciones de espíritus, vírgenes, naves extraterrestres, dioses, santos, fenómenos telepáticos o astrológicos tengan numerosos seguidores, se consideran fenómenos no demostrados, sin base científica –o “prueba”- suficiente.
Si asumimos que a medida que se afirme algo menos verosímil, más firmes e indiscutibles han de ser las pruebas a presentar, hallamos que, en efecto, no ha sido demostrada la existencia de gnomos, duendes, hadas, genios, ángeles ni espíritus fatuos, los cuales, en conjunto, devienen una creencia similarmente compartida por los seres humanos de varias culturas a la de los dioses o a nuestra hipotética supervivencia ultramundana. Sin embargo, lo que se deduce sobre ellos, o se exige para las afirmaciones más insólitas, no deviene aplicable a la creencia en Dios.
Yendo al grano, solemos pensar que en el caso de Dios, a diferencia de otros, resulta adecuado considerar como evidencia el hecho de que la mayoría de las personas creen en Él. Lo hacen –entendemos, soslayando en buena medida las enormes variaciones del tema- la mayoría de las personas de todos los pueblos y culturas. (Aunque solemos entender por “Dios” a un Creador tan definido y concreto como el dios bíblico, el concepto no es tan uniforme en el marco intercultural... ¡Ni mucho menos!)
Discutimos la universalidad de una creencia como prueba favorable que la torna más probable. ¿Es éste un argumento? Cabe pensarlo hasta mañana, pues lo abordaremos en la próxima postal, que será, al tiempo, la segunda mitad del presente artículo y la última de esta serie.
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(1) Algo extensible al derecho: bien puede “X” sospechar que “Y” es el asesino de “Z”; de nada le sirve si no logra demostrarlo. La ausencia equivalente de pruebas a favor y en contra de la inocencia o de la culpabilidad de “Y” no lo convierte en medio culpable, ni se le condena a media pena: es inocente, por falta de pruebas. A ningún abogado le vale apelar a la ausencia de una coartada, a falta del más mínimo indicio acusatorio de “Y”: su intuición no vale. Similarmente, la ausencia de pruebas a favor y en contra de la existencia de Dios no la torna un 50% probable.