Si la realidad es dura, ¡se la suprime!
A los ojos de los creyentes parecemos merecedores de desprecio, ridículos, dignos de lástima: ¿cómo es posible, dicen, que pudiendo conocer la verdad y, sobre todo, que pudiendo gozar de la verdadera salvación haya personas capaces de desdeñarla, de negarla y de enfrentarse a ella?
A diferencia de ellos, los que laboramos en la otra orilla de la vida, la real, la de este mundo, consideramos a los creyentes “personas” y por lo tanto dignas de respeto: ni son dignos de vituperio ni de lástima ni, menos, sujetas a castigo alguno. Por ejemplo, matar, como se hizo durante la Guerra Civil, a personas sólo porque iban a misa jamás podría entrar en nuestro pensamiento. Eso fue una salvajada a cargo de personas obcecadas, hordas tan fanáticas como las formadas por creyentes fanatizados.
Eso sí, produce cierta tristeza, resulta penoso que haya grandes grupos de personas que admitan y se contenten con las fábulas que dicen que les consuelan, más propias de niños que de personas adultas. Y todo por huir de las “crueles” certezas de los adultos.
La fe les tranquiliza y por lo tanto huyen de la razón que les perturba. Recurren al rezo que promete futuros antes que coger el toro de la realidad por los cuernos y enfrentarse a ella.
Lo quieran admitir o no, esas personas, creyentes fieles, viven en un perpetuo infantilismo mental. Eso tiene un nombre: alienación. Viven enajenados de la realidad soñando mundos fantásticos.
Pero quizás no sean ellos los culpables: la culpa está en quienes les engañan ocultando la “verdad” que se encierra en los cuentos con los oropeles de grandes catedrales, masas que veneran al líder, altisonantes palabras litúrgicas apenas comprensibles, procesiones lacrimógenas y similares tramoyas.
Es una miseria más que la vida procura. Una miseria provocada por mentes interesadas que viven de ella. Es la miseria intelectual que trae consigo otros derivados: miseria sexual, miseria política, miseria mental, miseria en la relación humana.
Resulta curioso cómo la miseria propia se ríe o vitupera las miserias ajenas (la paja y la viga): el cristiano se ríe del musulmán porque tiene prohibido comer carne de cerdo; o del judío que no puede probar los langostinos; o que considera ridículos a esos judíos fervorosos, los “lubavich”, que mecen su cabeza ante un muro...
Y sin embargo no ve ridículo pasear por las calles un trozo de harina encerrado en relicarios costosísimos; o que en tales fechas no puede probar la carne; o que se arrodilla con una pierna si el “santísimo” está encerrado en el sagrario y con dos más inclinación de cabeza si está “expuesto”...
¡Es la credulidad que soslaya los problemas! Credulidad que trasciende lo imaginable. No quiere ver la realidad de la vida y la transforma. Y elabora festejos con tal propósito. Prefiere lo fabuloso, la ficción, los mitos, los cuentos de niños con tal de que la realidad quede oculta.
El mundo, lo queramos o no, no deja de tener su componente de tragedia. La lucha por la vida al final, y siempre, termina en fracaso: la muerte. Pues no: el creyente da de lado esta realidad e inventa mundos fabulosos con tal de no pensar en esa tragedia y hacerla frente. Si no se puede resolver el problema, ¡se suprime! Tener que morir es cosa de “mortales”: el creyente, sin embargo, “sabe” que es inmortal, que sobrevivirá en un mundo fabuloso. No sólo es un ingenuo, es también fatuo.