La religión abusa de los menores.

La fe ha sido y sigue siendo algo que se inculca a los niños desde bien pequeños. Los poderes jerárquicos de todas las religiones ponen el máximo empeño en que así sea porque saben bien que su futuro depende de la infancia. Los padres consienten porque creen en su inocuidad, incluso en su beneficio. La mayoría porque ha sido así desde siempre.

Cuando la educación queda en manos del Estado, como uno de los servicios inexcusables que éste tiene que ofrecer, ya las distintas Iglesias buscan el modo de quedarse con parcelas educativas.

Todas las religiones han procurado la alianza o la connivencia de las autoridades políticas para quedarse con la enseñanza religiosa o hacer un hueco en el currículo escolar. La patética lucha de la Jerarquía de España durante los pasados años es un síntoma de lo que decimos.

La religión siempre ha confiado en aprovecharse de las mentes no formadas e indefensas de los jóvenes y ha hecho todo lo posible por asegurarse este privilegio. Se les impregna de doctrina religiosa de muy diversos modos, bien por imitación de los mayores, bien por la enseñanza directa en la escuela o por imposición social.

Decimos arriba que los padres creen que, cuando menos, es inofensivo el aprendizaje de la fe y no es así. No se trata ni de cuentos infantiles ni de sumas o restas; es una enseñanza "aleccionadora", que llevará consigo una determinada visión de la vida y una conducta acorde con ella, amén de conceptos falsos, míticos e irreales de obligado aprendizaje.

Bajo ese punto de vista la religión primero tergiversa la visión que el niño puede tener de la vida. Pero además ha malogrado demasiadas vidas, niños que han llevado una vida deteriorada física y psicológicamente a causa de la inoculación obligada de una determinada fe. Y no pienso tanto en la Iglesia Católica HOY, cuanto en el Islam, otra religión “verdadera” y su forma compulsiva de hacerles aprender el Corán a los niños.

James Joyce expresa todo esto en “Retrato del artista adolescente”. El protagonista, P. Arnall, es el prototipo de “educadores” de siglos pasados, con sus descripciones terroríficas de castigos eternos, ésos que la Iglesia “prometía” cuando todavía tenía capacidad política para hacerlo. Torturas de todo tipo, poderes diabólicos, enfermedades...

¿Qué podía sentir el niño ante tales imágenes? Como él, tantos y tantos “educadores” religiosos que han buscado asustar a los niños, atormentarlos, incluso recurriendo a castigos físicos cuando no a la mismísima violación o sodomización.

La Iglesia no inventó las torturas, pero sí fue de las primeras en refinarlas e institucionalizarlas. ¿No hemos visto hace un tiempo alguna que otra Exposición de los instrumentos de tortura que usaban santos varones para mover a devoción a los fieles, experimentando de paso cuánto tiempo se podía mantener a una persona viva con tal o cual técnica torturadora?

En la novela de Umberto Ecco "La misteriosa llama de la reina Loana", el personaje que pierde la memoria "recuerda" precisamente una página ilustrada con la relación de los tormentos usados por la Iglesia: hogueras, anillo constrictor en la cabeza, ollas hirviendo, cepos en cuello, manos o pies, colgar con los brazos por la espalda, descuartizamiento, desmembramiento en la rueda, decapitación, azotes, jaulas colgadas de las murallas, argollas, trébedes al rojo, sierras, potro, prensas en los pies, desollamiento... De este modo, es un suponer, también aprovechaban para hacerles ver que el Infierno sería peor.

Hacerle imaginar al niño o al adulto iletrado lo que no puede ver es otra de las tácticas empleadas para mantener sometido al pueblo. Y de vez en cuando correr la voz de lo que podría pasarle si...

Es típico de los absolutismos dictatoriales –y las religiones lo son— apropiarse de modo exclusivo de la educación de los niños y tener el control de la misma. Bien es cierto que en cuestión de educación corren el riesgo de provocar el efecto “in contrario”, pero saben que la mayoría seguirá los dictados inculcados en la niñez. “Dadme al niño hasta que cumpla 10 años y yo os devolveré al hombre”, dicen que decía un jesuita.

La artificiosidad de la religión se puede ver, precisamente, en la invención del Infierno. ¿Que qué pensamos los que pensamos? ¡Pues que no existe el Infierno, señores crédulos! Lo mismo que no existe el cielo. Sólo una mente enferma puede concebir semejante lugar de tortura. ¡Pero qué soberbia panoplia para presentar al pueblo y acongojar al niño!

Es curioso que no sean tan prolíficos ni tan imaginativos a la hora de explicar los placeres celestiales. No hay punto de comparación entre la imaginería infernal y la celestial: a nada mueven esas caras beatíficas de santos orlados de fulgores, con la mirada extraviada hacia el infinito y las manos en actitud orante. Todo lo más al ridículo, porque me imagino a una persona normal en tal pose y lo que da son ganas de reír (mueve a risa ver la transmutación de alguien que todos conocimos, el fundador del Opus Dei, cuando ahora nos lo muestran en estampitas).

Orígenes y más tarde Tomás de Aquino, afirmaban, sí, que uno de los placeres del cielo es ver cómo sufren en el infierno.

Dejemos constancia, antes de terminar, de que el infierno no es una invención cristiana. No lo fue pero sí fue el cristianismo medieval el que llevó hasta el paroxismo la descripción de sus torturas. Dante Alighieri sólo tuvo que recolectar creencias.

Por no alargarnos más: el que miente a un niño del modo que lo hacen las religiones y quien lo aterroriza es que está verdaderamente enfermo.

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