El silencio no es solución para los elegidos de Dios.

El pasar de los años hace a la persona más equilibrada, más relativista y más abierta a los problemas que son comunes a todos. Las “novedades vitales negativas” que sobrevienen –dolencias, sentimientos degenerados, etc.-- se viven en las etapas jóvenes como únicas y personales. Cuántas veces hemos acudido a un hospital o hemos comentado una dolencia, para nosotros única e individual, y hemos comprobado que surgen de debajo de las piedras personas con las mismas dolencias y los mismos achaques.

Este “compartir el sufrimiento” tiene sus aspectos benéficos: se relativiza la enfermedad y consuela compartir los mismos males. Porque males previos es de suponer que habrán tenido remedio oportuno.

¿Sucede lo mismo entre los elegidos del Señor? Por supuesto. Éstos sufren, como cualquier otro, dificultades y tensiones, no sólo los normales de la vida sino provenientes de la misma “profesión” elegida.

Sin embargo y sobre todo en edades juveniles, parece que el compartir con los demás tales problemas que surgen de la opción vital elegida, sea un tabú, algo a superar por uno mismo “con la ayuda de Dios”, algo que podría producir más mal que bien en los otros, crearles inquietud, abrirles los ojos... De ahí que quien “siente” todo eso se considere una oveja negra, indigno siervo del Señor que no tiene capacidad para llevar a cabo la misión a la que ha sido llamado.

Y sin embargo el silencio y el ocultamiento y el revolver las dificultades “ante el Señor, ante el sagrario” es el peor remedio, porque los problemas se enquistan y generan nuevos conflictos internos. De ese silencio surgen sentimientos varios: sentimiento de incapacidad para enfrentar la propia vida; sentimiento de indignidad para vivir una vida privilegiada (ser elegido de Dios); sentimiento de fracaso; vivencia de su situación como auténtica hipocresía; incluso considerarse mentirosos por profesión, máscaras ante los demás que ocultan la propia personalidad o en frase bien conocida y vivida por ellos, sepulcros blanqueados.

Todo esto puede llegar a generar un carácter internamente inestable y vacío, con desequilibrios generados por la frustración. Lógicamente la defensa ante tales vivencias es la de rechazo. Pero rechazo que siempre es asumido con un fuerte sentimiento de culpabilidad.

Lo quieran reconocer o no, la “profesión” de elegido de Dios produce conflictos individuales que no deben achacarse al individuo. La vivencia negativa de tal profesión por parte del individuo “sacralizado” no es fruto del propio fracaso: hay algo en las estructuras de la Iglesia católica que lo provoca.

Lo grave es que en la Iglesia hay una amalgama que es revoltijo y confusión de ideas, roles, funciones, encuadramientos, gracias y favores que confunden al personaje afectado. Porque lo divino ha secuestrado a lo humano. Como gustan decir, lo humano ha sido asumido por lo divino.

Sin embargo, la gracia divina será lo que sea, pero no cura la angustia ni la depresión ni las fobias; la ayuda de Dios no es suficiente para que la convivencia entre hermanas sea todo lo aceptable que debiera ser. El “carácter imprimido en la ordenación” no es suficiente para superar la sensación interior de frustración que produce una designación no querida. Et sic, cétera.

La Iglesia introduce enfoques moralistas en los problemas individuales –este sentimiento es bueno o es malo, has fracasado o has logrado los propósitos que la Iglesia esperaba de ti, eres digno o indigno siervo de Dios— cuando tales enfoques lo que hacen es desenfocar la situación vital del individuo.

El lenguaje extra natural o sobrenatural de “gracia”, “vocación”, “ayuda de Dios”, “misterio encarnado en un hombre elegido”… no puede aceptarse para la resolución de conflictos. Y menos culpabilizar a un individuo concreto por sentir lo que siente o asimilar sentimientos internos a criterios morales de culpa o fracaso.

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