Los valores del mercado /3


El dinero es la prostituta común de todo el género humano (Shakespeare)
Poderoso caballero es don dinero (Quevedo)

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Los mercados invaden cada vez más ámbitos no comerciales, como la vida familiar, el sexo, la procreación, la salud, la educación, el deporte, la naturaleza, el arte y los espacios públicos.

Pero si los mercados alteran el valor de los bienes que tocan, la ciudadanía debería preguntarse cuál es el sitio y los límites de los mismos. “Y no podemos responder a esta pregunta sin reflexionar sobre el significado y la finalidad de los bienes y sobre los valores que deberían gobernarnos”, afirma Sandel.

Estas reflexiones afectan a concepciones divergentes sobre la vida buena. Pero el autor concluye que, si no manifestamos nuestras convicciones morales en la plaza pública, los mercados decidirán por nosotros.

El triunfalismo del mercado en las últimas décadas coincide con el vaciado moral del discurso público, que la clase política convirtió en mera gestión tecnocrática. La crisis financiera demostró el fracaso de los mercados por su incapacidad para autorregularse. El cambio tendrá que venir, pues, desde la sociedad civil.

Sandel es optimista y muestra grandes esperanzas a partir del “hambre de discusión elevada” que dice observar en todo el mundo: “la gente quiere que la vida pública incluya grandes preguntas y valores”.

Debemos preguntarnos, afirma, por el tipo de sociedad en la que deseamos vivir. Cuantas más cosas y servicios pueda comprar el dinero, más disminuirán los valores de la vida comunitaria y de los bienes comunes, que son patrimonio de todos. La mercantilización de todas las cosas incrementa la desigualdad y crea un enorme foso entre los que tienen el poder del dinero y los que no, lo cual no es bueno para la democracia ni para el valor esencial de la igualdad.

Según el pensamiento neoliberal, el mercado capitalista parece ser el mejor de los mundos posibles, lo que guarda analogía con la tesis metafísica del optimismo cosmológico de Leibniz. Sin embargo, se constata de forma más realista o pesimista, que acumula una inmensa riqueza material para una minoría, pero miseria y pobreza para las masas de desfavorecidos y excluidos.

Tal mercado crea una enorme brecha social, en la que los ricos son cada vez más ricos y los pobres cada vez más pobres. El fenómeno de la pauperización afecta igualmente a las clases medias. A una juventud bien formada sólo se le oferta paro, trabajo precario, explotación o “externalización”, en países extranjeros. Fenómeno que refleja bien la protesta de la canción portuguesa de Deolinda: “qué mundo tan parvo, que para ser escravo é preciso estudar “.

Hay que constatar una flagrante contradicción entre los valores del mercado y los valores de la democracia. El mercado capitalista produce y acumula una inmensa riqueza material, pero la democracia exige distribuirla de acuerdo con criterios morales de justicia. El mercado produce grandes desigualdades sociales y económicas, mientras que la democracia exige el valor de la igualdad. El mercado produce explotación o trabajo infantil esclavo, la democracia exige libertad.

El mercado fomenta la competitividad (bellum omnium contra omnes de Hobbes) y actúa con individualismo insolidario, la democracia exige solidaridad como complemento de la justicia para favorecer a los más desfavorecidos. El mercado se rige por el interés privado, maximizando beneficios, la democracia contempla el interés general y el bien común. El mercado no se rige por principios morales y tiende a reducir todo valor a precio, pero sólo un necio confunde valor y precio, como escribió Machado, siguiendo la ética kantiana.

En el tránsito del mercado como instrumento al mercado como sociedad (y como fin), ha cambiado también, escribe Sandel, el sentido de la libertad. La libertad de mercado, para consumir, se ha impuesto sobre la libertad cívica de los ciudadanos para elegir su mejor forma de vida, no sólo para consumir. Con ello, el ciudadano ha sido degradado a mero consumidor.

El consumismo sin límite se alimenta continuamente de la “filosofía” del hedonismo radical, que promete en vano la satisfacción de todos los deseos. Sócrates, en el Gorgias de Platón critica el hedonismo radical de Calicles, por su identificación del placer con el bien supremo, mediante la alegoría del alma concupiscible que quiere llenar de agua un tonel agujereado, intento cíclico y frustrante, pues los placeres son siempre efímeros.

Frente al hedonismo ilimitado del sofista Calicles, Sócrates defiende la temperancia o autocontrol de los deseos (sophrosýne, que él no distingue de la phrónesis o prudencia). La desmesura del placer sin límites nunca da la felicidad.

Schopenhauer, con tono más pesimista, afirma la indisoluble mezcla de placer y dolor ligado a los deseos. En efecto, sufrimos por los deseos insatisfechos y también por el aburrimiento de los deseos satisfechos. Por su parte, Goethe sostenía que había más placer camino de la fuente que después de saciar la sed.
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