¿Qué venden?
Supermercado del miedo y circo de la ceremonia, así termina la burocracia de las religiones. Quienes se mueven, giran, se afanan, sufren, mendigan, elucubran, comparten, imploran y, gaviotas hambrientas, se arremolinan en torno a una creencia, son peleles en un circo de ficción, en el tinglado de marionetas donde nada existe pero se vive como si existiera.
El creyente vive sumergido en un mundo de sombras, por más que sean platónicas. Vive aherrojado, como el Benjamín bíblico, en el pozo de su creencia, con el “convencimiento” de que el Señor vendrá a sacarlo para respirar la luz que percibe cuando alza los ojos al brocal.
Alguna vez se cuelan los rayos del sol hasta el fondo del pozo y cree percibir la mística del “Reino”. No sabe que hay muchos arriba gozando de los prados de la vida, bien porque escaparon de la fosa, bien porque nunca han caído en ella.
Ese “Señor” por el que suspiran no es otro que su propio yo: si quieren, pueden ser libres. Siempre habrá una maroma para trepar por ella. Quienes han vivido inmersos en cualquiera de las numerosas sectas que pueblan la Iglesia católica y han logrado salir de ellas, saben bien de qué va el circo.