De vez en cuando una píldora de irracionalidad.


Cierto es y si nos sentimos animados de buena voluntad, debemos admitir que todo lleva a Dios.

Una mirada al mundo teñida de simplicidad lleva a Dios. Pensar que todas las cosas funcionan ordenadamente y según un fin determinado, descubrir esas leyes, no puede conducir sino a Dios. Este orden, complejo y cósmico, sólo puede provenir de Dios, autor y creador del mismo.

Enseñan que Dios se ha revelado y su palabra está contenida en libros. Pero también Dios se revela en sus obras. El hombre, con la inteligencia recibida, acumula saber y ciencia: labor de esa ciencia es descubrir las leyes que rigen todo para comprender mejor la obra del Creador.

Estas cosas las explican muy bien los vendedores callejeros de Biblias. A veces las regalan. Así, bien explicado todo, lo que hay y lo que sucede en la Naturaleza, ¡es todo tan sencillo y excitante!...

Pero hay muchos que, también de manera sencilla, se ponen a pensar y ven “pequeñas” y continuas contradicciones entre ambas fuentes, las naturales y las reveladas, las sedicentemente reveladas.

Esa misma simplicidad de las cosas y también de las explicaciones encierra una sarta de contradicciones. Y sucede que, vislumbrada la primera, el resto viene en cascada. Y sucede que bajo cualquier punto de vista que se considere a Dios, se desmorona en pedazos.

Si Dios hizo al hombre a su imagen y semejanza, ¿en qué lo creó semejante a él? No en el cuerpo, desde luego, porque, primero Dios no es corpóreo y, en segundo lugar, Dios, que no es tonto, bien sabía que, al cabo de muchos años de mantenerlo oculto, nos íbamos a enterar del truco de la evolución.

Dado de lado el elemento físico de que consta el hombre, habría que mirar los otros… ¿pero qué otros? La pregunta no es baladí porque considerar al hombre como un “compositum” es una falacia propia de la credulidad, que organiza sus filosofías según sus presupuestos. Decir que el hombre se parece a Dios por su alma es una pura gratuidad: dan por supuesta una entidad para el alma –habrá que suponer también otra entidad similar para Dios—Y según esa creencia, la espiritualidad, se puede deducir lo que se quiera.

Otra de las píldoras que hacen intragable el concepto de un dios crea-todo, de Dios, es “la obra de sus manos”. ¿Por qué siendo el hombre el modelo más perfecto de la creación lo que le salió fue un ser tan imperfecto? Un ser que se muere a pedazos, un ser que sufre, un ser malévolo, un ser destructivo… Sí, el hombre se hace, cierto. Pero lo dicho es consustancial al hombre. Como “producto” de fábrica es una verdadera caca.

Concedamos que Dios quiso hacer un guiño a la creación y lo creó imperfecto adrede, para que él logre la perfección. Pero si creó al hombre imperfecto porque así lo quiso, ¿por qué le echa en cara los yerros y le crea problemas de conciencia? ¿Para qué le dio conciencia si ésta le iba a causar tal cantidad de problemas de la misma?

Le dio, además, libertad de pensamiento y de acción pero le amenaza con una caldera de fuego si se le ocurre pensar o hacer algo contrario a unas leyes... ¡posteriores! que emanan de interpretadores novedosos de la novísima ley.

Más aún, le somete a unas leyes que por esencia son inmutables a priori, dado que provienen de su santísima voluntad. Pero tales leyes, las más de ellas positivas, es decir, emanadas en el tiempo y provenientes de sus legisladores, difieren en el tiempo y a veces hasta se diluyen; son distintas en el espacio unas de otras a poco que se recorran unos cientos de kilómetros; se contradicen, se solapan, se anulan...

Como decimos, leyes distintas según el espacio: distintas según el infeliz mortal cruce una frontera y entre en otro país distinto.

Lógica e ironía se conjugan para mirar todo eso que dicen de Dios con una sonrisa misericorde. Pero una sonrisa en todo caso precavida, que tiene en cuenta el poder que todavía mantienen los credos; sonrisa que deriva de supuestos primeros y no olvida que la raíz de toda creencia, el “creo en Dios”, es algo que debe ser extirpado de la conciencia del hombre.
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