Cofradías y procesiones.
En los desdichados años postconciliares hubo una campaña contra estos actos en la que participaron doctos liturgistas, curas en vísperas de matrimonio, obispos necios y no pocos despistados. Frente a una liturgia tan racionalizada y desencarnada que no atraía a nadie y ahuyentaba a no pocos, estas manifestaciones de religiosidad popular, que hablaban mucho más al corazón que a la cabeza, y que exhibían, en no pocos casos, un derroche de lujo que apenas era otra cosa que un derroche de amor, estuvieron en el punto de mira de aquellos vanos profetas de una primavera eclesial que se ha convertido en gélido y duradero invierno.
Y, como siempre, el falso pretexto de los pobres. Era escandalosa aquella manifestación de riqueza y de belleza cuando había quien pasaba hambre. Yo no sé si una almoneda de coronas y de mantos hubiera resuelto una semana de hambre de los pobres de España. O dos. Lo que sí sé es que se les hubiera quitado ya lo único que poseían. El amor y las lágrimas. No las lágrimas de sus carencias sino esas otras mucho más valiosas, esas sí gratas a Cristo y a su Santísima Madre, que son las lágrimas de su amor.
Esos Crucificados de bellísima factura, esos Nazarenos de mansedumbre y amor, son, sobre todo, el Cristo pobre y de los pobres. El Cristo del consuelo, del amor y la esperanza. Y esas Vírgenes hermosísimas, ataviadas con sus mejores galas, no hieren al pobre con su lujo, es el único lujo que no suscita envidias sino quereres. No visten lo que han robado a los pobres. Lucen lo que los pobres le han dado. También los ricos, ciertamente. Pêro los pobres sienten, saben, que, sobre todo, van vestidas de amor. De amor de ellos y hacia ellos.
He hablado de verdaderas obras de arte. Pero hay otras mucho más humildes. De factura hasta desmañada. Y, curiosamente, el amor es el mismo. El amor de Cristo y de su Madre por los pobres. Y el de los pobres hacia esas mucho más toscas representaciones.
Hoy eso se ha superado. Ya no hay hostilidad de los obispos por las procesiones y las cofradías. Se ha conseguido, y ciertamente es un logro, integrar a las cofradías en la pastoral diocesana. No piensan sólo los cofrades en rivalizar con la parroquia vecina. Se atiende a su vida cristiana y ellos atienden a muchas necesidades, y algunas cofradías de modo ejemplar.
Las aguas han vuelto a su cauce. Y las procesiones son una manifestación, tal vez la más visible, de nuestras raíces cristianas y del amor a Cristo y a su Madre.
Cada una en su estilo. Cuan distintos la austeridad de Zamora, el lujo de Sevilla o el pintoresquismo de Lorca. Pero qué idénticos el amor y el sacrificio. Se han salvado las procesiones. Estoy seguro de que a entera satisfacción de Cristo y de su Santísima Madre.