Libros V: El arzobispo de Valladolid, Gandásegui.

La Biblioteca de Autores Cristianos, benemérita por tantos conceptos, aunque no falten en ella concesiones que la desmerecen, ha optado últimamente por presentar a sus lectores una serie de biografías de obispos españoles que vienen a intentar empezar a llenar un espectacular vacío de nuestra bibliografía. Además del libro que vamos a comentar, tengo a la espera la de Fabián y Fuero que escribió Rodríguez de Coro (1997); la de Herrera Oria, de García Escudero (1998), escritor, militar y político recientemente fallecido en olor de alabanzas eclesiales y sobre el que tengo más de una reserva; la de aquel santo varón que fue monseñor García Lahiguera, de Cárcel Ortí (1997), sacerdote realmente prolífico, y la del cardenal Segura, de Francisco Gil Delgado (2001). Dios mediante, los lectores de VERBO tendrán cumplida referencia de todas ellas.
Tenemos que felicitar a la BAC por haberse decidido a darnos a conocer a nuestros obispos y ojalá los mencionados sean solamente la vanguardia de otros muchos más que están reclamando a gritos que se ocupen de ellos. Por el bien de la historia y de la Iglesia. En algunos casos ha sido solamente el interés histórico el que ha llevado a los biógrafos a ocuparse de estas figuras. En algún otro, además, la posibilidad de una beatificación ha movido la pluma de los autores. Es el caso, sin duda, de monseñor García Lahiguera, que en lo que cabe humanamente juzgar será próxima. Y, posiblemente, García Escudero haya querido también llevar aguas a ese molino. No parece que esa haya sido la intención de Berzal, Rodríguez de Coro y Gil Delgado.
Berzal de la Rosa, historiador de algunas publicaciones, nos presenta una obrita corta -es la de menos páginas de las que hemos mencionado- y bastante endeble. La figura elegida no es particularmente notable. Y de ello se resiente el libro. Además, tampoco es un modelo de estudio. Pero eso es lo que hay. Y cada historiador tiene todo el derecho de elegir la persona a la que quiere dedicar su atención. Lástima que no le haya dedicado más atención.
Remigio Gandásegui y Gorrochátegui es un vizcaíno nacido en Galdácano -tiene Berzal el buen gusto de no escribir Galdákano-, el 5 de enero de 1871. Llevado al seminario de niño, apenas el autor sabe nada de los primeros años de este personaje. Y, cuando decimos de los primeros años, nos referimos a los treinta y cuatro que transcurrieron hasta que, el 3 de enero de 1905 fue nombrado, en jovencísma edad, obispo titular de Dora, Prior de las Ordenes Militares, con sede en Ciudad Real. ¿Lo fue, en verdad, el 3 de enero? Lamberto de Echeverría dice que lo fue el 27 de marzo de ese año. Estamos acostumbrados a numerosas imprecisiones en las fechas de nombramientos de obispos pues unos autores dan como tal la del nombramiento pontificio y otros la de la consagración episcopal. Después, Berzal dice que fue preconizado en la misma fecha que nos suministró Echeverría por lo que cabe concluir que el 3 de enero debió ser el día en el que Alfonso XIII, en virtud del Real Patronato, lo propuso a San Pío X. Pero la propuesta regia, aunque entonces imprescindible, no suponía ningún nombramiento episcopal. Fueron varios los que no consiguieron la aprobación romana. Lo que sí es un puro error es hacerle sucesor de Casimiro Peña, pues en el episcopologio prioral no hubo ningún obispo de tal nombre. Berzal lo confunde con Casimiro Piñera, obispo Prior fallecido en 1904.
En 1914 fue trasladado a la diócesis de Segovia, que rigió hasta 1920, fecha en la que fue promocionado a la archidiócesis vallisoletana, donde permanecerá hasta su muerte en 1937. Berzal, apoyándose en Cárcel, habla de la mediocridad de los obispos de entonces. No creemos fueran tan mediocres. Aunque ciertamente los había, como en todas las épocas.
Lo que no parecía ser Gandásegui era humilde. Y su diócesis segoviana le parecía de segunda división por lo que pedía al nuncio una más propia a su valía. Valencia preferiblemente. Sólo le dieron Valladolid.
En vez de seguir un orden cronológico, que es lo más recomendable, Berzal opta por uno conceptual. Nos lo presenta como metafísico, aunque no lo considera a la altura de un Castro Alonso o de un Cámara. Más bien le parece sin "extraordinarias cualidades intelectuales". Antiliberal y, sobre todo, antimodernista, fue un obispo "nacionalcatólico", como lo eran entonces todos. Pese a lo que algunos creen que ese apellido es propio del franquismo.
Obispo "social", siempre le preocupó la desgraciada situación de las clases más desfavorecidas pero ello caracterizó a casi todos los obispos de la época. Aunque en ello fuera de los más distinguidos. Contó con la colaboración y la amistad del jesuita Nevares, auténtica autoridad en la materia, y sus realizaciones fueron notables.
Su pontificado manchego fue sumamente conflictivo. Autoritario, cuasi despótico, se enfrentó con el Cabildo, impuso a su protegido Irastoza como penitenciario -le sucedería en la mitra prioral y luego fue discutidísimo obispo Orihuela-, se implicó en una confusa testamentaría y comprometió los bienes de la diócesis en un negocio desgraciado que terminó en los tribunales en un abierto descrédito del obispo. Pienso que de entonces le viene aquel juego de palabras con sus apellidos con el que pasó a ser conocido por los maledicentes: Gastásegui y Derrochátegui. Aunque de ello no se hace eco Berzal.
Sus buenas cualidades como brillantísmo orador, preocupado catequista, potenciador de brillantes actos eclesiásticos, sobre todo como arzobispo de Valladolid, defensor de la precaria economía de los sacerdotes, impulsor de Semanas y Congresos, hombre próximo a todos, incluso "populista", desmerecieron en sus dos primeras diócesis por ese pronto autoritario e imprudente que oscurecieron su imagen manchega y segoviana. El intento de intervenir en la política vasca cuando era obispo de Segovia, otro nuevo fracaso de Gandásegui que le enemistó con el obispo vitoriano, Eijo, le supuso el marcaje del nuncio, y dejó perplejos a sus fieles de Segovia, no contribuyó a realzar su figura.
En Valladolid, seguramente escarmentado por las experiencias anteriores, fue ya un obispo mucho menos discutido. E incluso querido por un pueblo que le veía próximo y accesible. Monárquico declarado y muy poco propicio al nacionalismo vasco fue, sin embargo, de los obispos conciliadores con la República, en la órbita del nuncio Tedeschini y del arzobispo de Tarragona, Vidal y Barraquer. Aunque terminó viendo que la conciliación no conducía a nada y sus escritos y pastorales se fueron radicalizando.
En 1932 su salud comenzó a resentirse y, como parecía ser habitual, el 17 de julio de 1936, partió hacia su país natal para reponerse. Escogió mal el día y el lugar. Prisionero, se creyó incluso que había sido asesinado, gracias al canónigo nacionalista Onaindía, que lo era de Valladolid, y al PNV, consigue ser entregado a los nacionales en el San Sebastián recién liberado. A partir de entonces su alineamiento con la "Cruzada" fue total. Aunque los más extremistas achacaran su liberación a simpatías nacionalistas que nunca tuvo. Murió el 16 de mayo de 1937 por lo que no pudo firmar la Pastoral Colectiva del 1 de julio de ese año. De no haber fallecido su firma era segura y entusiasta.
Libro bastante elemental e insatisfactorio -el pontificado segoviano prácticamente no existe y el manchego precisaría más estudio- escrito, además, desde una sorprendente superioridad manifestada en un "Pórtico" -¡vaya cursilada!- impresentable. Toda nuestra historia eclesiástica es malísima, de "interpretaciones fuertemente politizadas, apologéticas y polémicas, e incluso maniqueas" (p.XXIX). Que se podía esperar, por otra parte, si aquellos historiadores eran "eclesiásticos casi todos" (p. XXIX). Aunque puesto a citar sólo menciona a dos seglares, Vicente de la Fuente y Marcelino Menéndez Pelayo (p. XXX). ¿Los creería clérigos? Después vino el nacionalcatolicismo franquista que fue aun peor. Menos mal que llegaron "el análisis marxista" (p. XXXIII), los "historiadores laicos" (p. XXXIV) y Berzal de la Rosa. Que, entre otras cosas se inventó un obispo Peña para Ciudad Real (p. 7) y un extrañísimo municipalismo en la política de nombramientos eclesiales, del que hasta el momento no tenía yo el menor conocimiento. Sin duda el análisis marxista, que por otra parte él no utiliza, lleva a descubrimientos memorables. Vean si no esta perla: "Como ocurre con Gandásegui, era normal que las altas dignidades eclesiásticas dirigiesen a los municipios nombres de sujetos cualificados para el gobierno diocesano" (p. 8). ¡qué pito tocarían en esto los alcaldes?
Dice también que Gandásegui tomó posesión de Ciudad Real "por medio del P. Javier Irastorza" (p. 10), que no era padre sino simple sacerdote secular, asegura que "los nombramientos episcopales efectuados en 1913-1914 dieron numerosos problemas. Muchos de los obispos elegidos, por lo general bastante mediocres... (p. 10). En ese bienio se nombraron trece obispos, sin duda debido al parón que supuso el gobierno de Canalejas. Y realmente de una notable mediocridad. Entre ellos estaban, nada menos que los futuros cardenales Reig y Casanova y Vidal y Barraquer, el Patriarca de las Indias Eijo y Garay, el arzobispo de Burgos Castro Alonso...
Hace a Juan Maura Gelabert obispo de Badajoz (p. 33), cuando lo fue de Orihuela. Llama a Antolín López Peláez, figura insigne de nuestro episcopado, obispo de Jaca y arzobispo de Tarragona, Agustín (p. 56). El arcediano de Valladolid Antonio González San Román (p. 256), que así se llamaba, es páginas antes García San Román (p. 143). Hace a Múgica Urrestarazu en 1924, obispo de Vitoria, cuando lo era de Pamplona y a Pla y Deniel de Salamanca, cuando lo era de Avila (p. 189). Hace a Basulto arzobispo de Jaén (p. 205), cuando no pasó de obispo. Se inventa una diócesis de Bilbao, en los años de la República (p. 205-206), cuando la diócesis no se erigió hasta 1949. Cita, entre los obispos intransigentes ante la República al de Lérida (p.205), cuando la diócesis careció de obispo residencial de 1930 a 1935.
Y si yo he encontrado estos gazapos, mejor dicho, estos notables errores, me imagino que habrá más. Pues, pese a todo ello, que no es poco, es tanta la carencia de biografías episcopales, que algo contribuirá ésta para conocer mejor a uno de los obispos de la primera mitad del siglo XX que, si no fue una figura egregia de nuestra Iglesia, fue testigo de una época importante, trágica y gloriosa.