Mártires.

Supongo que el mayor de todos ellos fue un conocidísimo sacerdote madrileño, auditor de la Rota, jubiladísimo ya, que cuarenta años antes había sido preceptor de Alfonso XIII. Fernández Montaña. Le asesinaron cuando ya tenía, según creo, cien años. O estaba inmediato a cumplirlos.
Me parece atroz asesinar a un casi niño. Pero casi más todavía a quien ya estaba mucho más allá que aquí. De los jóvenes incluso se podía pensar que podrían hacer mucho mal según su ideología asesina. Pero lo de un centenario fue crueldad pura y dura. Impresentable. Qué lo recuerde cualguier memoria histórica.
Creo que en esta hornada no va Fernández Montaña. Irá en otras. Seguro que está, desde 1936, en los brazos amorosos de Jesucristo.
Tal vez él ni se dio cuenta de por que le mataban. O sí. Quien lo tenía clarísimo era su Señor. A quien fue con la palma entre sus manos. Era el más viejo de todos en aquella procesión interminable que llegaba al cielo por amor.
Entiendo la emoción de Cristo al ver a tantos jóvenes que se le abrazaban después de haber dado su vida poe Él. Una vida llena de ilusiones. Por su causa. Fernández Montaña no podía entregarle ya nada. Ningún futuro soñado. Sólo un pasado como el de tantos sacerdotes. Y tal vez ya no fuera ni recuerdo.
Pero estoy seguro de que Aquel que lo sabe todo y mide con infinita misericordia nuestras miserias en sus altas balanzas de cristal, abrazó con igual amor que al casi niño, o tal vez todavía con más, a quien que le había entregado cien años de su vida y a quien que le mataban por eso.
Es, sin duda ninguna, el decano de nuestros mártires. Tan olvidado. Vaya hoy, en estas vísperas gozosas del próximo domingo, mi recuerdo a su memoria y mi petición de que desde allá arriba, siga encomendando a esa España a la que tanto amó.