Atardecer

Cae el día en una pequeño pueblo, el silencio se hace presente, desde la habitación, la mirada se pierde en el sol del atardecer, a lo lejos una explanada de trigo, sólo se oye el canto de los pájaros y es ahí donde la naturaleza regala su belleza, entre la tierra y el cielo invitación a la contemplación, al silencio interior para degustar de ese atardecer.

Necesitamos de esos regalos que hacen tanto bien, que refuerzan y nos empujan, dando energía y que llevan a una acción de gracias por tantas gracias recibidas, de tomar el tiempo y aprovechar el regalo del encuentro. Cuando la mirada se pierde en el horizonte, el corazón predispuesto a su presencia, se abre al Señor. Es en la intimidad del propio ser que desea entrar en relación con Él. Mantener la mirada hacia el sol deslumbra e incluso se puede apartar la mirada fácilmente pero no se puede apartar nunca de quien está mirando al interior del corazón del hombre, aunque no sea nuestra mirada la que se dirija a Él, porque sí que tiene puestos sus ojos en nosotros, somos obra de sus manos, criaturas suyas.

En el atardecer se entremezcla la luz que deslumbra y la oscuridad que llegará al caer la noche, así se presenta también en nuestras vidas, caen tinieblas entre nuestras luces. El salmo 17 proclama: "Señor, tú eres mi lámpara; Dios mío, tú alumbras mis tinieblas". Señor, el alma necesita que alumbres sus tinieblas, que seas la lámpara siempre encendida y dadora de resplandor, que siga alumbrando otras lámparas. Alumbra Señor cada atardecer de nuestra vida, cuando aparezcan nuestras oscuridades seamos capaces de buscarte como fuente y dador de la luz que no se apaga, que alumbra nuestro ser. Texto: Hna. Ana Isabel Pérez.Foto: Sor Gemma Morató.
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