Lazos que nunca se rompen
Al encontrarme nuevamente con ella, me dijo: “estoy muy sensible, lloro, pensaba que era más fuerte….”. Ante la pérdida de una persona que queremos, que forma parte de nuestra vida, lo más normal es que nos duela, nos afecte. Es ahí donde se manifiesta nuestra humanidad, en la debilidad, como nos dice San Pablo es donde nos hacemos fuertes. Cuando vivimos una situación de dolor, necesitamos darnos tiempo, porque no es una herida superflua, toca las entrañas de nuestro ser, de quienes amamos y caminan con nosotros.
Los lazos que tenemos y vamos construyendo con las personas que amamos de verdad, nunca se rompen, aquello que perdura es lo que sabemos que llevamos en lo más profundo de nuestro ser y que de verdad vale la pena, es nuestro motor y ese es el Amor. Las olas del mar van y vienen, las personas que se nos van de esta tierra permanecen en el océano de nuestro corazón.
Los momentos de sufrimiento, de dolor, sin duda que no son momentos agradables, nadie desea llorar pero hacerlo también nos ayuda, nos hace “respirar” tomando aire. Quizás esa sensibilidad de la herida nos haga valorar más nuestra vida, reconocer lo que los otros significan en mi existencia y palpar cómo siguen latiendo dentro de nosotros.
María Magdalena lloró junto al sepulcro porque se habían llevado a quien llevaba en su corazón, a quien amaba, a su Señor y es desde ese dolor y las lágrimas que tuvo la experiencia de ver a su Señor Resucitado. Acerquémonos al sepulcro en los momentos de dolor y que Él enjugue nuestras lágrimas y aumente nuestra fe y esperanza a la luz de la Resurrección.Texto: Hna. Ana Pérez.