"Laudato Si" y la casa común Somos tierra y ésta es nuestra casa

(José Ignacio Calleja).- Somos tierra y ésta es nuestra casa, nuestra hermana y nuestra madre. Así comienza Francisco su encíclica verde, rememorando al santo de Asís del que toma su nombre, y dirigida sin complejos a creyentes y no creyentes, a todos y cada uno según nuestra responsabilidad desigual.

Porque de fondo late la intención que preside su papado: aspiramos a salvarnos juntos, porque todo nos afecta a todos en el único mundo que tenemos, pero la vida digna de los más pobres es la hebra en que se cosen las soluciones justas y sostenibles.

La tierra, nuestra casa amenazada por procesos de calentamiento y ruptura de los equilibrios de la vida en común, se convierte cada vez más en un inmenso depósito de porquería. Y en palabras que traduzco casi sin tocar, tal vez haya en el cambio climático causas ajenas a nuestra elección y que a los científicos corresponde mostrar, pero en aquello que ya sabemos sobre nuestra influencia, es la hora de dar pasos compartidos y costosos.

Al producir, al consumir y al decidir nos conducimos por necesidades desquiciadas en sus costes para el ecosistema de la vida; son decisiones injustas con la vida de otros seres humanos y estúpidas como preferencias en la vida para ser felices. ¿Cómo es posible que se pretenda construir un futuro mejor para todos, sin pensar en la crisis del ambiente y en los sufrimientos de los excluidos? ¿Cómo es posible un futuro para nadie, con esta pérdida del sentido de la responsabilidad de unos con otros? ¿Cómo es posible ordenar con buena conciencia la vida personal y familiar alrededor de un tener que excluye a tantos y arruina la casa común? ¿Cómo es posible vivir de un modo obsesionado por tener cosas que nos distraigan de la pregunta por el ser?

El medio ambiente humano y el medio ambiente natural se degradan juntos, y no podremos afrontar adecuadamente la degradación ambiental si no prestamos atención a las causas de la degradación humana y social. Un verdadero debate ecológico se convierte siempre en un debate social: un debate sobre la cultura, para saber qué esperamos y buscamos, y sobre la justicia, para escuchar tanto el clamor de la tierra como el de los pobres. La injusticia de las personas y de países enteros, de las empresas y de las finanzas, la injusticia también de las elites de las naciones más pobres, la injusticia ante todo de unos objetivos económicos que quedan en manos de pocos, los poderosos, y que nosotros aceptamos sin complejos, de eso se trata.

Y otra vez, la clave social al desnudo. El deterioro del ambiente y de la sociedad afectan de un modo especial a los más débiles del planeta. Hay una verdadera deuda ecológica, por un sistema de relaciones comerciales y de propiedad estructuralmente perversos, que no reconocemos; mientras la deuda externa de los pueblos la aceptamos como un deber ineludible de justicia, porque "los pactos se cumplen", la deuda ecológica que nuestro sistema de vida provoca, no la percibimos ni menos la asumimos. Pero la tierra es única y los efectos más dañinos de nuestro consumo se padecen bien lejos de donde disfrutamos sus beneficios.

La conciencia de que somos una sola humanidad y compartimos una única casa, se impone como un hecho moral y real. No hay fronteras ni barreras políticas o sociales que nos permitan aislarnos de los daños a la humanidad, no hay espacio para la globalización de la indiferencia. Ante el peligro, nos tienta una ecología superficial que sirve para seguir con nuestros estilos de vida, de producción y de consumo, pero esto es inviable e igual de injusto. Llega el momento que, ante el agotamiento de algunos recursos, se crea un escenario para nuevas guerras disfrazadas de nobles intenciones y derechos. La conciencia ecológica leve y falsa, querrá darlas por buenas. Es muy cruel mirar la tierra como la casa común de los sin casa ni futuro.

No pocos se irritarán porque la Iglesia entre en cuestiones sociales tan concretas, pero son cuestiones morales en las que está en juego la vida en cuanto tal. Francisco no propone una palabra definitiva en su sentido técnico y político; sabe que debe escuchar y promover el debate honesto entre los científicos y la gente, respetando la diversidad de opiniones; sin embargo, ninguna forma de sabiduría puede ser dejada de lado. La fe cristiana es una sabiduría irrenunciable; muestra al ser humano en comunidad de vida de todas las criaturas; nos ve como una familia referida a responsabilidades mutuas indisolubles. El tiempo confirma que así es la tierra y la vida. No hay otra forma de vivir con dignidad moral y espiritual.

Y qué haremos. Hay varios sumandos que no podemos ignorar. El modo de vida, de producción y de consumo que defendemos, la propiedad privada absoluta que de los bienes reclamamos, y la mentalidad economicida y tecnocrática que compartimos, son realidades que hay que cuestionar ya. Lo exige la supervivencia propia y la de todos. La formación de una autoridad democrática internacional que los pueblos exijan y fuercen de sus Estados para tomar decisiones en aquello que a todos nos afecta, es tan difícil como inevitable y justa.

El movimiento civil ciudadano que se organiza y presiona, creando redes de acción, lucha y concienciación social, es imprescindible. La educación personal y familiar que cambia modos de vida cotidianos, que complica a sus miembros en la calidad humana de la vida para todos, y que desarrolla una espiritualidad de resistencia al consumismo superficial y obsesivo, son perspectivas que Francisco ofrece a la conciencia humana de todos, y que la fe muestra con celo inigualable. Una revolución cultural, dice, ante un antropocentrismo desmesurado y desviado, que sólo puede dar lugar a un estilo de vida desviado. Cuando todo se vuelve irrelevante si no sirve a los propios intereses inmediatos, el irrelevante es el ser humano que estorba. La tierra y los pobres, la misma "causa".

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