La fe, patrimonio de la humanidad

Cuando Jesús, después de realizar los distintos signos de curación que llevaba a cabo, para hacer patente que el Reino de Dios ya estaba en medio y dentro de nosotros, estimulaba a quien había recibido la sanación, diciéndole: “Ánimo, tu fe te ha salvado” (Mt 9,22); “No tengas miedo, ten fe y basta” (Mc 5,36); “Levántate, tu fe te ha salvado” (Lc 17,19)…
Jesús no pretendía en ningún momento la fama por haber sido, en dichas curaciones, el artífice de las mismas (ni siquiera el poder de su querido Abbá); al contrario, afirmaba que había sido la fe de quien se había sanado la que le había producido el restablecimiento físico, moral o psicológico.
Estos relatos evangélicos me provocan algunas reflexiones, que dejo a vuestra consideración:
Si creemos que el Dios de Jesús es pura bondad para todo el género humano y la entera creación, pues “hace salir el sol sobre buenos y malos y hace llover sobre justos e injustos” (Mt 5,45), no podemos seguir pensando que este Dios-todo-amor pueda conceder la fe a unos y negársela a otros. Humanamente hablando es impensable que un padre o una madre pueda conceder lo mejor a alguno de sus hijos y a otro privarle de ello.
Esto me lleva a pensar si la fe no será, más bien, un patrimonio común de la humanidad, que anida en el interior de cada persona y que nuestra misión es descubrirla, hacerla crecer, para que pueda dar respuesta a nuestras inquietudes, ofreciéndonos plenitud y conduciéndonos a un encuentro con nosotros mismos y con los otros. Luego podemos agregarle los adjetivos que deseemos, calificándolos como religiosos, ideológicos, utópicos, humanistas (y aquí añadamos cada uno/a todos los ismos que se nos ocurran), según el país, las tradiciones y la cultura que hayamos recibido y en la que hemos nacido.
Lo contrario a la fe no es la increencia sino el miedo, porque la fe es confianza en uno mismo, en los demás, en el Otro. Y donde hay confianza no hay temor alguno. Pero la fe debe ser también humilde, pues necesita del contacto humano, de la crítica y del consejo de los amigos, de la realidad que nos rodea y envuelve.
La fe nos levanta de nuestra comodidad, nos impulsa, anima y apuesta por otra realidad, otro mundo más fraterno, libre, justo y en paz. Y nos invita a comprometernos diariamente por cambiarlo, por hacerlo más humano, sin que existan personas de primera y segunda categoría.
La fe no es creer lo que no vemos porque, al contrario de lo que se piensa y se cree habitualmente, la fe es experiencia, visión, contacto, realidad. También la fe en el buen Dios, porque según nos dice Pablo “en Él vivimos, nos movemos, existimos” (He 17,28). Si vives y respiras esta atmósfera vital, estarás experimentando su presencia, a través de distintas mediaciones: los compañeros de trabajo o solidaridad, los amigos, la familia, la comunidad y, de una forma muy concreta, en los hombres y mujeres empobrecidos y marginados…
• “El que es justo vivirá por la fe” (Rom 1,17). El trabajo por la justicia, a todos los niveles, unidas todas las manos, juntos creyentes de distintos credos y no creyentes, nos ayuda a seguir profundizando y creciendo en esa fe que está latente en nosotros/as.
• No obstante, la fe decrece y se repliega cuando nos dejamos atrapar y dominar por los bienes que poseemos, por el consumo desenfrenado, por la falta de solidaridad, por el egoísmo, el individualismo… Solo saliendo de nosotros mismos, entregándonos por el bien de los demás, “la fe seguirá en continuo crecimiento” (Rom 1,17).
La fe, aunque sea un patrimonio común de toda la humanidad, se expresa mediante una gran diversidad de experiencias, creencias y espiritualidades. En mi caso, la espiritualidad de Jesús, según su programa más humano y, por lo tanto, más divino: las Bienaventuranzas, vividas junto a otros seguidores suyos, en comunidad de vida y compromiso. Porque confiamos en Él sabemos que, con su ayuda, experimentamos cada día la vida en plenitud que nos regala. Jesús nos dice al oído, cada mañana: “Quien cree en mí, no morirá jamás” (Jn 6,68).

Bienaventuranzas de la fe

Felices quienes han aprendido que la fe no es solo creer lo que no se ve, sino lo que queremos que sea, lo que necesitamos que permanezca.

Felices quienes se fían de los demás, quienes perdonan, quienes creen en la potencialidad, el cambio, el resurgir de las personas.

Felices quienes se asoman a la ventana de la confianza absoluta, porque nunca se verán defraudados.

Felices quienes buscan las certezas básicas para caminar, pero que a la vez se dejan sorprender por lo inaudito, lo insospechado, lo desconcertante.

Felices quienes acompañan la fe absoluta en el hombre y la mujer, con la fe profunda en el Misterio: habrán alcanzado la unidad del pensamiento creador de Dios.

Felices quienes no pueden separar la fe del amor más intenso y vital por los desvalidos: solo entonces la fe será verdadera, madura y liberadora.

Felices quienes alumbran siempre su fe con la llama pequeña, luminosa y permanente de la esperanza; la una sin la otra se apaga y se extingue.

Felices quienes creen en sí mismos, y se esfuerzan por mejorar, crecer interiormente y caminar felices junto a los demás. Su fe habrá alcanzado por fin la unidad con su corazón.
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