Nuestra Literatura común nos acompaña en las librerías, las bibliotecas, en nuestras mesillas de noche, en nuestras estanterías, en los lectores del metro y del autobús; nos apasiona o nos deja indiferentes, pero ocupa una gran parte de nuestro tiempo. Y pocas veces somos conscientes de las realidades espirituales que la sostienen.
Yo me choqué de frente con esta realidad al hacer un aburridísimo trabajo de clase para la asignatura de Literatura Norteamericana en la Universidad de Barcelona, a la que me apunté (ingenua de mí), con la sencilla intención de cubrir con contenidos sencillos algunos créditos que me faltan para terminar la carrera.
Como no quería complicarme la vida, escogí la que pensaba que era la opción más sencilla para mi trabajo de clase: Fahrenheit 451, de Ray Bradbury (1953) y de qué manera me equivoqué.
La ciencia-ficción nunca es algo sencillo y rápido de digerir. No está hecha para eso. La verdadera ciencia-ficción, la de obras como la Bradbury, o Un mundo feliz de Aldous Huxley, o 1984 de George Orwell, es la moderna literatura profética y está hecha para golpear conciencias. Los profetas de Israel (Isaías, Jeremías, Ezequiel), contaban la terrible realidad de lo que ocurriría si la sociedad no cambiaba de rumbo. Las novelas clásicas de ciencia-ficción cumplen la misma función. Dicen: “Señores, cambien de mentalidad, cambien de hábitos, o prepárense para este desastre”.