En la Parábola del Buen Samaritano, son varios los personajes que pasan junto al prójimo en necesidad. Un sacerdote, quizás dispuesto a dar una palabra, pero no a pararse ni a mancharse las manos, pues tenía como prioridad algún oficio religioso. También, por allí pasó un conocedor de las escrituras, un levita, pero que su conocimiento no le ayudó a pararse ante el prójimo herido. Luego pasó por allí un ejemplo de projimidad que resulta un mensaje evangelizador al mundo: un extranjero. Sólo el samaritano, este extranjero, fue capaz de dejar a un lado sus programas, sus ocupaciones, sus sabidurías y conocimientos, para centrarse en la ayuda a aquella persona que le necesitaba. Sólo él, con su gesto, anuncia, es discípulo y testigo del auténtico evangelio, testigo de Jesús, Evangelio de Dios al mundo, Evangelio de Dios a los necesitados, pobres y proscritos. Un ejemplo evangelizador para el mundo.
Si algún evangelio no nos cambia y no nos convierte en las manos y los pies del Señor en medio de un mundo de dolor, no es el auténtico Evangelio. Muchos religiosos van investidos de una especie de “divinidad” que les paraliza, que les impide pararse y acercarse a los heridos del mundo. Si es así, esa especie de “divinidad” es hipocresía y orgullo propio. Algunos se creen tan espirituales que, como al sacerdote de la parábola, les da miedo de mancharse y contaminarse con la sangre, la miseria y el dolor de los heridos del mundo. No pueden ser evangelizadores, ni anunciadores, ni testigos del auténtico Evangelio, testigos de Jesús Evangelio de Dios.
Hay muchos servidores de lo religioso que estarían dispuestos a dedicar horas al templo, cantar, alabar, decorar y limpiar la casa del Señor, pero su religiosidad les exige ponerse de espaldas al dolor de los hombres y buscar el gozo celestial. Falsas divinidades, falsas religiosidades, falsos servidores. Podrán ser charlatanes, pero no evangelizadores. La evangelización implica el poder dejar cosas para ponerse a disposición de los heridos del mundo.