La Cuaresma y la meditación de la Pasión de Jesús

Si nos adentramos de verdad en el espíritu cuaresmal, si meditamos en lo que significa el misterio de la pasión y muerte de Jesús, ha de conducirnos inevitablemente a la contrición de corazón, a un profundo dolor al ver las consecuencias del pecado en mi vida, en la sociedad que me rodea y en el mismo Dios, quien no se queda indiferente ante el desprecio o ante el afecto y el amor.¡Cuánto hemos de agradecer a Aquél que tanto nos ha dado!: «Éste es el que nos sacó de la servidumbre a la libertad, de las tinieblas a la luz, de la muerte a la vida, de la tiranía al recinto eterno, e hizo de nosotros un sacerdocio nuevo y un pueblo elegido y eterno. Él es la Pascua de nuestra salvación.

Éste es el que tuvo que sufrir mucho y en muchas ocasiones (...). Éste es el que se encarnó en la Virgen, fue colgado del madero y fue sepultado en tierra, y el que, resucitado de entre los muertos, subió al Cielo.

Éste es el cordero que enmudecía y que fue inmolado; el mismo que nació de María, la hermosa cordera; el mismo que fue arrebatado del rebaño, empujado a la muerte, inmolado al atardecer y sepultado por la noche; Aquél que no fue quebrantado en el leño, ni se descompuso en la tierra; el mismo que resucitó de entre los muertos e hizo que el hombre surgiera desde lo más hondo del sepulcro» (Melitón de Sardes).

Pero, si bien la Cuaresma nos sirve para profundizar en los misterios dolorosos de la vida de Cristo, no es un tiempo triste, ni desesperanzado... También cabe la alegría; no en vano, la misma Iglesia nos propone el próximo domingo, 4º de Cuaresma o Laetare, que vivamos en la alegría de los hijos de Dios al acercarse la Pascua. Por esto mismo, la vida del cristiano no es triste ni melancólica, sino todo lo contrario, aunque no falte en ella el dolor, por otra parte inevitable en el cotidiano vivir de todo ser humano. Todo en coherencia con la exhortación de san Pedro: «Alegraos en la medida en que participáis en los sufrimientos de Cristo, para que también os alegréis alborozados en la revelación de su gloria» (1 P 4, 13).

Meditemos en estos días en los misterios que nos dieron nueva vida, la vida verdadera o sobrenatural, que nos llega por la pasión, muerte y resurrección de Jesucristo. ¡Qué saludable es para el alma meditar en la Pasión del Señor! ¡Qué poco se lleva a la práctica hoy! Es tan necesario esto cuando «Dios desaparece del horizonte de los hombres»1, como nos acaba de recordar el Papa. Y precisamente, siguiendo las palabras de Benedicto XVI, el verdadero rostro de Dios lo «reconocemos en el amor llevado hasta el extremo, en Jesucristo crucificado y resucitado». Una muestra de ese amor ilimitado lo encontramos en Getsemaní, por citar un misterio de la vida de Jesús poco recordado, donde en aquellas horas previas a su muerte, su alma «comenzó a sentir pavor y angustia» (Mc 14, 33).

No es fácil, para nuestros corazones embotados por la comodidad y los placeres, sentir algo del dolor y abatimiento de Jesús en esos momentos. Pero ¡qué bien reflejados estamos en aquellos apóstoles débiles!: se durmió Pedro y los demás. Y te dormiste tú..., y yo también fui otro Pedro vencido por el sueño. Jesús solo y triste, sufría y «sumido en agonía, insistía más en su oración. Su sudor se hizo como gotas espesas de sangre que caían en tierra» (Lc 22, 44). De rodillas sobre el duro suelo, persevera en la oración... Llora por ti y por mí; le aplasta el peso de los pecados de los hombres. No es un Dios insensible al desprecio o al afecto y el amor.

Un ángel lo conforta, y te pide a ti y a mí que le consolemos... Se acerca a nosotros adormecidos en medio de los placeres y la vida fácil, y nos advierte también: «Levantaos y orad para que no caigáis en tentación» (Lc 22, 46). Nos importa más muchas veces lo que nos pueda pasar a nosotros y no a Él o al prójimo que sufre.

Querido hermano, que estás leyendo estas líneas —hombre, mujer, joven...—: al que se hizo en todo semejante a nosotros, excepto en el pecado (cf. Hb 4, 15), Dios «le hizo pecado por nosotros» (2 Co 5, 21). ¿Seremos capaces de imaginar y sentir algo del dolor, la pena profunda de Jesús en esa noche en la que se veía abandonado por los suyos, e incluso el mismo Cielo aparecía cerrado ante sus ojos? Mas, ésta es la pura verdad: «Porque tanto amó Dios al mundo que dio a su Hijo único, para que todo el que crea en él no perezca, sino que tenga vida eterna» (Jn 3, 16).

No endurezcamos el corazón, sino que se transforme en un corazón sensible al sufrimiento de Jesús. ¿Tendrá que reprocharnos quizás el Maestro, como a sus discípulos, haberle abandonado sin acompañarle en su dolor? Que la Virgen María, Madre de Dios y Madre nuestra, nos enseñe a amar a su Hijo y acompañarlo como Ella lo hizo.

P. José María

Capellán de la Asociación Pública de Fieles Reparadores de Ntra. Sra. la Virgen de los Dolores
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