“Maldito… Bendito…”

Maldito quien confía en el hombre”. Las palabras suenan duras, pero el profeta no deja lugar a dudas: Ese hombre que “busca en la carne su fuerza, apartando su corazón del Señor”, se habrá engañado a sí mismo, habrá comulgado con la muerte, “será como un cardo en la estepa, no verá llegar el bien”: ¡será maldito!

En la Sagrada Escritura son muchas las narraciones que transmiten ese saber recogido en las palabras del profeta. Hombre que aparta su corazón del Señor para volverse hacia sí mismo es el que abandona el paraíso por la estepa y sacrifica la fraternidad a la envidia. Ese hombre se hace capaz de tanto mal que puede arrasar la tierra como un diluvio universal.

Apartar el corazón del Señor, volverse hacia sí mismo, buscar “en la carne” –en la riqueza, en el poder, en el placer, en el aplauso- lo que sólo Dios puede dar, eso es idolatría. Y la idolatría lleva aparejadas al engaño lágrimas y muerte. Detrás de cada experiencia de idolatría, como símbolo del bien que el idólatra “no verá llegar”, queda el sonido de un ¡ay!, que es grito de lamento en quien experimenta la muerte, y es, en labios de Jesús de Nazaret, advertencia severa y lúcida para que el hombre la evite.

Bendito quien confía en el Señor”. A la memoria creyente acuden las figuras de Abrahán, Isaac y Jacob, Moisés, David y Jesús… Sara, Rebeca, Rut, Judit, Ester, María de Nazaret… Hombres y mujeres de Dios; hombres y mujeres de fe, expertos en jornadas de camino que sólo la confianza en Dios permite hacer; hombres y mujeres de éxodos viejos y pascuas nuevas. Con ellos va la vida, la libertad, la fiesta, la esperanza.

Queridos: no nacemos malditos o benditos. Nos hacemos. Escogemos lo que queremos ser.

También hoy, en nuestra celebración de la fe, en nuestra Eucaristía, hacemos elección entre maldición y bendición. Elegimos la bendición cuando escuchamos la palabra de Dios y creemos. Escogemos la bendición cuando comulgamos con Cristo el Señor. De él aprendemos a confiar, con él nos llega todo bien, por él recibimos toda bendición. Unida a Cristo, nuestra vida echa raíces junto a la corriente, recibe de Cristo un agua viva que dentro de nosotros se convertirá en surtidor de agua que salta hasta la vida eterna.

Dichosa tú, comunidad eclesial, comunidad de pobres con esperanza, de hijos que en la escuela de Jesús de Nazaret aprendieron a ser amados y a confiar, a servir y a dar la vida.

El evangelio de este domingo habla de pobres y de bienaventuranzas. Y tú, mientras agradeces la dicha que te viene de Dios, recuerdas otras palabras evangélicas, palabras de Jesús sobre aves del cielo y lirios del campo, recuerdas el abrazo de Jesús a los pequeños, recuerdas su compasión, recuerdas su pobreza experimentada en la vida y desposada para siempre en la cruz. Tú recuerdas y sabes que la comunión de hoy con Cristo Jesús no es comunión con la tristeza sino con la dicha, con la vida, con la salvación, ¡con la bendición!

Feliz domingo.

Santiago Agrelo, arzobispo de Tánger
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