Con olor a oveja
No hay nada más ajeno a la auténtica fe cristiana. Las parábolas de los evangelios son bien claras. Seremos juzgados ante el trono de Dios por lo que hemos hecho a favor de nuestros prójimos. A la derecha los justos y a la izquierda los condenados porque el amor a Dios se mide por haberlo descubierto en el rostro del hambriento, del sediento, del encarcelado, del vejado por las acciones injustas. Es decir, en la vida cotidiana es donde se bate el cobre, donde se hace verdad lo que decimos creer. Obras son amores y no buenas razones.
La expresión “con olor a oveja” que ha popularizado el Papa Francisco es concreción de lo anterior. Oler a oveja es estar metido hasta los tuétanos en la realidad cotidiana. Si no palpamos los problemas, si no somos conscientes de los problemas que rodean a la gente, poco podemos hacer por el bien propio y el ajeno. Los gozos y las esperanzas, las tristezas y las alegrías del mundo de hoy son también los de la Iglesia, cuya misión primordial es construir el cielo, el futuro, desde el presente complejo y retador del presente que vivimos.
Por eso, lucen destempladas y fuera de lugar, las posturas de algunos políticos. El presidente de Ecuador, Correa, dio unas declaraciones poco felices al término del viaje apostólico del Papa Francisco a su país. Dijo, que el Pontífice parecía comprado por la derecha opositora y que sin conocer el país y sin que lo hubiera elegido el pueblo, vino a dar un mensaje que contradecía lo que él estaba llevando a cabo. No hizo el Papa otra cosa sino llamar a la concordia y al entendimiento, a la revolución de la ternura, a la superación de los odios. Hablando a las familias les dijo a los políticos que harían mejor papel si trataran a sus oponentes con la misma mirada con la que cada uno de nosotros vemos a nuestros seres queridos. Otro gallo cantaría.
En nuestro patio pasa algo parecido. El permanente discurso oficial intenta descalificar los permanentes llamados que la Conferencia Episcopal hace sobre la realidad venezolana. “Dejen la sotana y conviértanse en un partido político”; “dedíquense a rezar y no a hablar de los problemas”. Como si señalar que la violencia, la inseguridad, la escasez, la desigualdad producto de tratar de una manera a los “propios” y de otra a los que considero enemigos, no tiene que ver con la fe que profesamos. Para qué sirve llamarse católico o protestante, budista o sintoísta, si esa fe es muerta porque no incide para nada en la vida diaria. Convertir la fe religiosa en un adorno para lucirlo en algunas ocasiones es una distorsión total.
Mejor harían nuestros políticos si con una dosis mayor de tolerancia vieran en los señalamientos de los obispos, o de cualquier otro grupo, no un enemigo, sino la expresión de la pluralidad de pensamientos, que debería ser el termómetro de quien llamado a ser dirigente de un país y no de una parcialidad, debe promover más bien la libertad de expresión y acoger con discernimiento el parecer de los otros, para que el bien común sea mayor. Es materia pendiente de nuestros políticos pues no se deben olvidar que el bien común se construye con todos y no con los que me siguen a ciegas.
Mons. Baltazar Enrique Porras Cardozo