Cardenal Omella, la última oportunidad para el diálogo

Fruto de esa estrategia, Tarancón consiguió que la Iglesia española alcanzase cotas nunca vistas de credibilidad y confianza social. Estuvo, durante décadas, entre las instituciones más valoradas por los españoles. Después, sus sucesores en Madrid (los cardenales Suquía y Rouco) cambiaron la estrategia, se volvieron a alinear con la derecha. Y la Iglesia dejó de ser una institución de todos, perdió su categoría de autoridad moral y su imagen social cayó en picado, situándose su credibilidad al mismo nivel de la de los políticos.
Jubilado Rouco y con Francisco en el Vaticano, la imagen eclesial ha vuelto por sus fueros tanto en el mundo como en España. Para implantar su primavera eclesial en España, Francisco confía, sobre todo, en los cardenales Osoro y Omella, arzobispos de Madrid y Barcelona, respectivamente. Porque así funciona la institución eclesiástica. Tarancón fue el hombre de Pablo VI en España. Suquía, el de Juan Pablo II. Rouco, el de Juan Pablo II y el de Benedicto XVI.
Como uno de los hombres del Papa Francisco en España, el cardenal Omella tiene todos los avales, para dar la última oportunidad al diálogo en Cataluña. Cuando las trincheras se hacen cada vez más profundas, cuando las palabras son piedras y no razones, cuando la indignación comienza a destilar odio, es el momento de un hombre de paz y de diálogo. Un pontífice o tendedor de puentes.
En una Iglesia que, poco a poco, recobra su credibilidad, el cardenal Omella puede y debe ofrecer ese servicio a España y a Cataluña. Puede, porque ha sido y sigue siendo un hombre de consenso, de diálogo y de mediación. Un pastor de equilibrios, capaz de regir con prudencia y delicadeza, pero con autoridad, una archidiócesis como Barcelona, corazón de Cataluña, con un importante sector de su clero abiertamente independentista.
Omella es un hombre de periferias y de fronteras. En una frontera nació: la zona de Teruel que linda con Cataluña, donde se habla el "chapurriao' (una mezcla de español y catalán). Conoce los dos pueblos y las dos culturas. Sabe, por experiencia, qué significa el latir de una cultura propia y de una lengua que sale del fondo del alma, para expresar con suavidad la propia identidad.
Desde niño habló los dos idiomas, asumió las dos culturas. Quizás, por eso, ahora no le cuesta sentirse de allí y de aquí: catalán y español, en un todo armonizado y armónico. Conoce las entrañas y los anhelos más profundos de ambos pueblos y, además, es respetado (y hasta querido) por unos y por otros. Por todos y, a veces, por nadie, como suele pasarles a los hombres-puente, a los que no ven sólo en blanco y negro, sino con los colores del arco iris.
Puede mediar Omella entre España y Cataluña, entre Rajoy y Puigdemont, porque cuenta con el apoyo de toda la jerarquía española y del Papa Francisco, porque tiene cualidades y reúne todas las condiciones para poder hacerlo. Abierto, campechano, cercano, transparente, con sentido del humor y con una gran personalidad. Tiene carisma innato, como Tarancón.
Puede hacerlo el cardenal de Barcelona, porque no le guían intereses partidistas ni otro tipo de cálculos. Sólo su conciencia de pastor de la Iglesia catalana, que busca diálogo y reconciliación. Puede hacerlo, porque puede bajar a la arena y, si acaso, mancharse las manos, en lo concreto. Como hizo el Papa en Colombia o en Cuba. Llegados a este punto, no basta el silencio prudente. Ni las meras cartas pastorales. Hay que pasar a la acción.
Si Omella puede ejercer esa mediación, debe hacerlo. "Es justo y necesario", como dice el canon de la misa. El cardenal de Barcelona debe ofrecer pública y oficialmente sus servicios de mediación y lanzar la propuesta de sentarse a una mesa de negociación y de diálogo con el presidente de España y el presidente de la Generalitat. En su propia casa del arzobispado de Barcelona o, incluso, si se ponen 'exquisitos', en su casa de Cretas, en la frontera entre Teruel y Tarragona.
Una mesa para dar una última oportunidad al diálogo. Para resetear los corazones, para dejar de vernos como enemigos indignados y mutuamente agraviados. Para intentar hacer las cosas en clave de hermanos. Como suelen hacerse en las familias. Una familia de más de 500 años no puede romperse por las bravas, pero la madre España tampoco puede impedir a sus hijos que vuelen por sí solos, llegado el caso.
Omella, entre Rajoy y Puigdemont, invitándolos a mirarse a los ojos, a discutir en familia las discrepancias, por muy de fondo que sean, y a tomar iniciativas políticas con amor. Por el bien del otro y no contra el otro. Como un padre, al que le cuesta que su hijo mayor se vaya de casa, pero sabe que es inexorable y hasta necesario que lo haga. Como un hijo que quiere irse y tener casa propia, pero sin enemistarse con su padre. Se rompe el cordón umbilical físico, pero se anuda otro, simbólico, quizás más profundo y sólido. Las familias no se rompen. La vida las separa, para fructificar, pero el amor permanece intacto.
Queda poco tiempo para que el cardenal Omella proponga esta iniciativa mediadora, pero queda todavía tiempo. Una semana, con buena voluntad por parte de todos, es suficiente para darle, de verdad, una última oportunidad al diálogo...y a la paz. El cardenal juega contrarreloj, pero con la ventaja de que, si lanza oficialmente la propuesta (respaldado por la Conferencia episcopal y por el Papa), los políticos no podrán decirle que no. No se atreverán. Sus votantes no se lo perdonarían.
José Manuel Vidal