Munilla le marca el camino a Rouco

Dicen los que lo conocen bien que José Ignacio Munilla adolece de "espesor intelectual". Y que, en ese ámbito, como en otros, está a años luz de sus dos predecesores: monseñor Setién y monseñor Uriarte. Pero digan lo que digan los que lo conocen, los que le quieren bien y los que no la aprecian tanto, la verdad es que el actual prelado donostiarra es un obispo listo, muy conectado con la realidad, que pisa calle y qu sabe utilizar a las mil maravillas los medios de comunicación. Y eso le convierte, por la fuerza de los medios, en uno de los obispos más valientes y proféticos del momento.

Munilla es un prelado muy conservador (algunos dicen que casi ultra) en lo doctrinal. Munilla es un obipo "impuesto" contra el parecer del 90% del clero y de los fieles de San Sebastián. Pero hay que reconocer que, en tres años, ha desactivado casi por completo a sus detractores (que eran muchos y muy poderosos) y, con sus denuncias sociales, rápidas, efectivas y realizadas en el momento oportuno, se está granjeando las simpatías de muchos de los que (dentro y fuera de su diócesis) acogieron su nombramiento como un mazazo de Madrid. Entre ellos, nosotros mismos: Le hemos censurado en algunas ocasiones, pero tampoco nos duelen prendas en reconocer sus aciertos.

Su última aparición en los medios, denunciando clara y tajantemente la corrupción como un mal moral, da en el clavo, conecta con la calle y con la inmensa mayoría de la sociedad española, creyente o no. Crece la indignación ciudadana ante el fenómeno de la corrupción (desde los alrededores de la Monarquia a las cúpulas de casi todos los partidos políticos). La gente está harta de tanto chorizo de cuello blanco. Y pide responsabilidades legales, pero también morales.

Porque la corrupción es un pecado grave, amén de un delito. Un pecado monstruoso, cuando repercute en el hambre o la falta de recursos para los más necesitados. Y la Iglesia tiene que denunciarlo. Alto y claro, como lo hace monseñor Munilla.

El prelado vasco, siempre atento a la realidad social, ha abierto el camino. Una senda a la que deberían sumarse sus compañeros mitrados. Tanto a nivel individual como colectivo. Le toca el turno al cardenal Rouco. Como presidente del episcopado debería mover ficha y, desde el Ejecutivo, la comisión permanente o la secretaría de la CEE, lanzar una nota (aunque sea pequeña) denunciando la corrupción como un mal moral.

Hacerlo y cuanto antes es un deber de justicia social, una necesidad perentoria y, además, una oportunidad de oro para que la Iglesia recupere la pulsión social y la sintonía con el pueblo. Callar por prudencia una vez más, sería un error y hasta un pecado.

La praxis real de la Iglesia española samaritana sólo será creíble si va acompañada de una voz profética de denuncia. El silencio, en esta ocasión como en otras, será interpretado (y con razón) como complicidad con los poderosos y con el atentado que la corrupción supone contra el bien común.

Denunciarlo, además, no significa, en estos momentos, alinearse con un partido frente a otro. Porque todos o casi todos están metidos hasta las cachas en la corrupción. Porque el cáncer de la corrupción les afecta a todos o a casi todos. Y amenaza con matar a la propia democracia participativa.

No lo piense más, Don Antonio. Hágalo cuanto antes. "Obligue" (impulse la iniciativa) a la CEE a pronunciarse sobre el tema. En esta ocasión, ningún obispo podrá oponerse ni reprocharle nada. Y los obispos, como un piña, desde los más conservadores a los más moderados, seguirán la indicación de su presidente, que ganaría en "auctoritas" dentro y fuera de la Iglesia.

José Manuel Vidal
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