ADORNOS

El adorno es un atractivo en las personas. Atractivo, en todo. Nadie renuncia a él. El mendigo se adorna con sus harapos; a través de ellos consigue lo que pretende: mover el monedero de sus benefactores. La señorita que busca esposo luce sus vestidos en la tarde dominguera a fin de llamar la atención del cazador de su afecto. El joven muestra su fuerza, su valor y simpatía ante las doncellas para que se fijen en sus cualidades específicas de virilidad. Todos estos ornatos se encuentran en un nivel superficial y externo, pero en ellos pondremos nuestra atención en un primer contacto.



El hombre y la mujer amigos de lo profundo no son partidarios de joyas de relumbrón. Aprecian más la estética de los valores morales e intelectuales: la finura de carácter, la delicadeza de espíritu, la educación esmerada. Y es que estas cualidades, además de ser adornos de la persona, constituyen en parte su esencia.

Los bienes de fortuna dan poder, los del espíritu dan el ser. El asno forrado de oro y de billetes de banco continúa siendo jumento. Toda persona instintivamente se presenta digna ante los demás. Apoyados en esta tendencia muchos llegan a disfrazarse; ni ellos mismos se reconocen. Gustan los mortales de ornamentos regios, de personajes de abolengo, de cubrirse siempre con mitras y báculos, con togas y mantos de armiño. Es cierto que en ocasiones estos distintivos pueden significar cierta trascendencia, pero ¡cuántos los utilizan por el supremo deseo de diferenciarse de los demás! “Yo no soy como los demás hombres” – se dicen.

El uniforme e indumentaria símbolos de autoridad de unan persona se crearon con sabiduría como defensa y escudo. En la simplicidad popular parecía que tras los capisayos se escondía un cuerpo distinto. La desmitificación del clero comenzó el día en que el uso de la sotana se fue desterrando. Desde ese momento muchos dejaron de creer en el sacerdocio. ¡Hasta ese punto llegó la estulticia!

Van desapareciendo los adornos hechos de oro y paños finos, pero jamás quedarán en desuso otros más sutiles y espirituales: la cultura, la educación, la virtud. El hombre elegante transfigura su rostro bajo el influjo de millares de horas de meditación y estudio. Comienza una época en que no se mide la categoría del hombre ni por el poder del dinero ni por el mero talento, sino por el esfuerzo y dedicación en formarse él mismo persona y por su irradiación paradigmática.

También en el cultivo espiritual se puede llegar a excesos retadores. En el quehacer diario del estudio cabe una vanidad sutil, aunque sea consigo mismo. En este sentido podemos plantearnos la siguiente pregunta: ¿Estudiar, para qué? Construida nuestra persona debemos influir en los demás. De cara a la sociedad y a Dios hay unos límites que no se pueden traspasar: dedicarnos al autoperfeccionamiento descuidando un mundo en tinieblas. Faltaría entonces lo más importante del cultivo humano: el amor. Aquí tiene sentido la frase del Evangelio: “No se enciende la luz para colocarla bajo el celemín, sino sobre el candelabro a fin de que alumbre a todos los que están en casa”.

Y ahora… que cada uno saque sus consecuencias.



José María Lorenzo Amelibia
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