Confidencias al clero: cada hora

En una carta, hace años, me decía un amigo mayor: mucho he evolucionado. Lo antiguo resulta como las fuentes del río que nace en las montañas y discurre más tarde por el valle. Es el mismo río. Son las mismas fuentes. Pero algo ha cambiado. ¿A mejor? ¿A peor?



Muchas veces me he repetido, aplicándolo a mi caso, esta
imagen tan bella. Y me alegro al constatar que yo también sigo bebiendo de aquellas sanas fuentes primitivas. Pero me asusta y trato de purificar tanta contaminación como se va acumulando en mi vida según pasan los años. Es pena que hoy nuestros ríos se encuentren tan sucios. Pídele al Señor por mí. Ahora limpian los ríos de las grandes ciudades. ¡Cuánta falta me hace a mí limpiar el mío! Y que no se seque. Vamos a orar unos por otros. Vamos a ayudarnos mutuamente. Cada hora, en cada momento, purificar nuestro corazón.
Leía en la vida del P. Nieto que solía proponer para todos como ideal mínimo recogerse interiormente al menos una vez cada hora.
Recuerdo los años de mi formación: con algunos profesores
rezábamos un ave María, cuando el reloj sonaba las horas. Pero era tan rutinario que no valía la pena. Lo importante es precisamente lo contrario: que no se practique de una forma mecánica.

Yo me lo estoy proponiendo ya hace tiempo muy en serio. Y no
resulta difícil ni agobiante. Da paz interior. Ayuda a tomar las cosas con más amor a Dios y a ver en todo la Providencia del Señor.
Si queremos formar parte del número de los enamorados de Dios,
hemos de ayudarnos de todas las maneras. Es muy conveniente la oración diaria a horas fijas. Si se omite, poco a poco se va desvirtuando el día. Mientras hay tiempo, vale la pena entregarse a Dios y sacar de El fuerza para darse a todos los hijos de Dios.
Meditaba el otro día en la frase del Evangelio: "Si el grano de trigo no cae en el surco y muere no puede dar fruto". Este es el gran misterio de la vida. Somos el grano de trigo y poseemos dentro de nosotros el germen de la vida eterna, como Jesús. Pero es necesario que ese germen vaya perdiendo su capa de materia. Dios lo va haciendo, aunque nosotros nos resistamos: dolor, enfermedad, marginación, muerte... poco a poco van apareciendo en nuestra vida como aviso misterioso del más allá. Nosotros nos empeñamos en verlo como un mal terrible. Los santos que entendían a la perfección el lenguaje de Dios, nunca miraron el sufrimiento propio como un mal. Todo lo contrario.
Por eso vamos a ser sumisos a la acción de Dios: vamos dejar
la vida de los sentidos, las ilusiones materiales, el ansia de placer y el temor al dolor. Este es el fervor verdadero.

José María Lorenzo Amelibia
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