Frío y malos caminos; lluvia y ventisca; ascensión penosa; y en las cumbres niebla.
Nada desde allí se divisa. Hasta parece que tomas el aliento con angustia. Quieres intuir, tras las brumas, panoramas de ilusión y luz. Así es también nuestra fe. Tinieblas y una esperanza en lejanía; temores y suspiros; deseo no satisfecho de contemplar a Dios. Tenía yo en mi juventud y madurez afición a las montañas.
Ascender las cotas más altas ha sido siempre mi ilusión. Y allí he aprendido qué es el sacrificio; experimenté la debilidad del hombre fuerte. Supe que también la virtud es difícil, como ascender a cotas elevadas.
Subí muchas cumbres con aflicción y sufrimiento. Pero nunca temí; seguí adelante. Lo mismo en que en el caminar hacia Dios: estar con Cristo redimiendo al hombre. Necesaria la fatiga del alpinista en la escalada. ¡Todo resulta bien empleado si se salva un hombre alejado de su Dios! Y Cristo nos premiará en el descanso junto al pozo con el regocijo sereno de su amistad y de su paz. Contemplar desde la cima el paisaje en días de sol radiante. Todo invita a la alegría, seguridad y calma confiada.
Así es también nuestra fe: aurora luminosa; paisaje bañado de resplandor; jornada sin ocaso; gozo de contemplar el don de Dios con sosiego de eternidad. ¡Quién pudiera morar por siempre en las montañas y respirar efluvios de trascendencia! Jamás desanimarnos por la dificultad de escalar cumbres, aunque sea con mucho esfuerzo.
El Señor nos ofrece la ascensión a las alturas en medio de pruebas y dolores. Dios nos ha llamado a la santidad en la aridez de caminos pedregosos. Continuar la marcha siempre al lado de Él. No te desanimes. Él nos eligió. Cuando desde la altura divisemos la Providencia sobre nuestras vidas, alabaremos a Dios en el resplandor de la fe.
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