José Ángel Pérez de Onraita

Empleado de banco
III

y último
Considero a esta persona una de las más virtuosas de quines he tratado. Le dedico un tercer capítulo
Cuando enviudó


Un día José Ángel se quedó sin la esposa querida, aquella mujer con la que había compartido toda su vida. Ambos debieran ser objeto de una profunda investigación para poner ante nuestros ojos, poco fervientes, como modelo de santidad a este matrimonio del siglo XX, que, de una manera sencilla, pero a la vez sublime, ha vivido a fondo su ideal católico. Pero esto ya es harina de otro costal, y lleva consigo gran dificultad y a mí tampoco me compete el realizarlo. Ahí queda.

Supo nuestro amigo guardar el luto y, mejor diría el gozo y agradecimiento hacia aquella esposa fiel, que le precedió en la carrera hacia Dios. Lo veía sereno al señor Onraita. Un día fui a su casa, pocos días después del funeral, y quise consolarle, pero él estaba muy en paz. "Mira, me decía, no me siento solo, mira, mira toda mi casa, mira qué compañía tengo". Y en el pasillo aparecía una imagen grande de la Virgen de Fátima, en cada habitación cuadros, estampas, efigies con mucho gusto espiritual. Aquel domicilio era un santuario. No se aburría. No tenía tiempo ni siquiera para saborear la amargura de la separación del ser más querido. "Hablo con Dios, eso es orar, ¿no? Me dirijo a la Virgen, hablo con mi esposa. Estoy con mucha paz".

Y al día siguiente salía corriendo a atender a sus nietos, a la Plaza de la Provincia, "Yo, siempre corriendo… siempre corriendo… me decía sonriente al tropezarnos por el mismo sitio".
"Respecto a las dos Vírgenes grandes que había en la casa, al morir mi abuelo, mi madre se ocupó personalmente de enviarlas a donde hiciesen falta. Y las mandó ¡a Rusia! Esto tampoco lo sabe nadie, claro".

Sus últimos días
Me emociona la última parte de su vida. He conocido a muchos hombres grandes con su misma enfermedad: el Alzheimer; dura, severa, inexorable. Veía yo a Don José Ángel Pérez de Onraita consumirse poco a poco; paseaba acompañado con alguna de sus hijas y alguna otra persona; nunca perdió la sonrisa; se daba cuenta de quien pasaba; saludaba con cariño, y seguía, seguía, siempre contento, siempre él mismo aun cuando sus facultades mentales se eclipsaban con lentitud. Onraita se fue con su Dios, con la Virgen de sus amores; con su esposa adorada que le aguardaba; se fue corriendo, corriendo y sereno, porque así era él.
José Ángel Pérez de Onraita visto por su nieto Quique:
"Yo nunca jamás en toda mi vida me he aburrido", me decía. "Ni desde pequeño ni ahora que estoy jubilado". Y es que tenía mil inquietudes. Devoraba libros, especialmente los dedicados a la Virgen, tocaba el órgano en casa, le hacía las compras a mi abuela, recogía a mi hermano pequeño del colegio... Estaba lleno de inquietudes, sobre todo intelectuales.
Le apasionaban las estrellas y los planetas.
Era capaz de levantarse a media noche e irse fuera de la ciudad para ver mejor las estrellas, sin las luces de las farolas. Quedaba fascinado y podía mirarlas durante horas. "Otros ven la tele", decía. Se sabía el nombre de todas ellas. Intentaba explicárnoslas. La Osa Mayor, la Menor, la Estrella Polar, Orión, Venus: la más bonita.
"Pero si son todas iguales, abuelo, cómo puedes distinguirlas" -"¿Iguales? ¿Qué va? Si te pusiera a cien mujeres de la misma edad y que tengan el mismo color del pelo y todas la misma estatura y ojos iguales, ¿reconocerías a tu madre entre las cien, o las mil incluso?" -"Hombre, claro, a la primera" -"Pues lo mismo pasa con las estrellas. Que si no las conoces te pueden parecer todas iguales, pero en cuanto empiezas a conocerlas son todas distintas y cada una tiene su nombre y hasta podrías hablar con ellas".
Le apasionaban las motos.
Tenía una "Montesa" y se recorrió toda España en ella con mi abuela detrás. Y así juntos descubriéronlas las mil maravillas de casi todas las ciudades y pueblos españoles. Luego, con el tiempo, se compró un coche y ya no tenían que preocuparse de si llovía o no. Y es que ciertamente mi abuelo nunca se aburrió. "No tengo tiempo de aburrirme, me decía. Y si el día tuvieses 48 horas, en vez de 24, todavía me faltaría tiempo".
- Siempre ha sabido divertirse y disfrutar la vida, sacarle todo el jugo, de manera sana. En este sentido mis abuelos han sido ejemplares en el "apostolado de la diversión". Hoy la gente no sabe divertirse. - Mi abuelo vivió la vida, como se diría en el argot de la calle, "a tope". Pero este "a tope" es distinto del sentido que adquiere en la actualidad. Me explico:
Cuando la vida no tiene sentido, no tiene una meta, hay que rellenar el tiempo como sea porque de lo contrario resulta aburrida, insípida, insoportable. Entonces se llena ese vacío con actividades trepidantes y siempre pasajeras, y cuantas más mejor. Y lo que se obtiene es el sentimiento de "vértigo". ¡Y a vivir "a tope", "que son dos días"! - te dice la gente.
Cuando la vida tiene sentido, cuando está abierta lo sobrenatural, al amor y al servicio a Dios y a los demás, se produce, por contraposición al "vértigo", el sentimiento de "éxtasis" que inunda a la persona por completo. Y entonces, aunque seas una madre o un padre que vive las 24 horas cuidando a su hijo inválido, por poner un ejemplo, y que no puede hacer todas esas cosas trepidantes y excitantes, ese padre o esa madre están viviendo, sin embargo, "a tope" porque lo que hacen lo hacen con y por amor.
- Se oye muy a menudo eso de "aprovecha ahora que eres joven, diviértete ahora que eres joven" y mi abuelo respondería: "Ah, ¿sólo ahora que soy joven? ¿Luego ya no?". Mi abuelo ha sabido divertirse siempre. Con actividades diferentes en las etapas diferentes de su vida, pero siempre ha aprovechado y ha exprimido todo el jugo de la vida. Tanto de joven como de anciano. Incluso ha sido más feliz cuanto mayor se hacía. Más disfrutaba se sus lecturas, más entendía la oración, más quería a su mujer y a sus dos hijas, más se sumergía en las partituras y las estrellas, más sentía el calor humano de los que le rodeaban. Más feliz era.
Y como colofón de lo anterior, mi abuelo siempre ha sido joven. Diría más: siempre ha sido como un niño al que todo le fascinaba, la gente, los libros, la música, los planetas... y siempre ha sido un niño ante su Madre la Virgen. Siempre me decía: "ponte debajo de su manto, como hago yo, que Ella siempre te protegerá".
La virtud más grande, heroica, de mis abuelos ah sido siempre la Generosidad.
Si bien tanto mi abuelo como mi abuela han vivido siempre conforme a la caridad y a la fe cristiana siempre han respetado, han ayudado y hecho amistades de gente de cualquier otro credo o de ninguno en particular. Siempre han respetado la intimidad todos sus allegados. No obstante, en casa rezaban juntos: "Señor, yo creo, espero y os amo. Os pido por los que no creen, no esperan y no os aman".
Mis abuelos son un claro ejemplo de que se puede ser santo en medio del mundo que, como decía Santa Teresa de Ávila, Dios está entre los pucheros. Y como dice el Concilio Vaticano II, todos estamos llamados a la santidad, no sólo los religiosos o sacerdotes. Se puede ser santo en lo cotidiano. En la diversión, en el amor conyugal, en el trabajo, entre los papeles, con los amigos, en tus aficiones, en el deporte. Que allí donde esté tu corazón allí encontrarás también a Cristo y con Él a su Madre, la Virgen María. Y ellos te ayudarán y te guiarán para ser luz y alegría para ti y los que te rodean. En los deberes cotidianos. En las pequeñas cosas de cada día.

- Por fin: A mi abuela, mi querida abuela Isabel Valencia, habría que dedicarle un capítulo aparte. Enero 2011

José María Lorenzo Amelibia
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