Para obispos y todos los demás. LV I MURRIALDE PUEBLO PACIFICO

 La vida de un cristiano, sacerdote, padre y abuelo

 Testimonio humano - espiritual de un sacerdote casado.

Autobiografía.

LV I

MURRIALDE PUEBLO PACIFICO

LOS SEIS AÑOS que permanecí en la zona atendí en segundo servicio el pueblecito de Murrialde. Tres veces por semana dedicaba unas horas matinales a aquel grupo de almas. Todos los meses hablaba también a la juventud. No olvidé en ningún momento a los enfermos. Allí la gente se confesaba mucho. El ambiente espiritual era muy distinto que en Almarro.

Andrés, un seminarista que dejó la carrera, me ayudaba en lo que podía, en los actos de culto. Estudiaba magisterio y practicaba en la escuela rural. La maestra vivía con su hermana, cerradas en el ostracismo. Me daba pena verlas. Buenas personas, oriundas de Castilla, ignoro cómo habían enterrado sus vidas en aquel rincón que besaba la sierra de Alza. Sí. En este pueblo yacen los restos de aquella maestra sencilla. Murió en la casa triste, sombría y solitaria, junto a su escuela pequeña. ¿Quién se acordará hoy de ella, de su labor callada?

Las nevadas en el pueblecito casi cubrían las puertas de las casas. Habían de acompañarme con una caballería y abrir camino en lugares donde la nieve se amontonaba con dos metros de espesor. Buena gente, fría y taciturna como el mismo monte. Acudíamos algunas veces a la cima para respirar el aire puro en paseo intenso. En ocasiones con Pedro Angel o con mi sobrino Cruz. No me agradaba subir sin compañía. El monte en aquellos años encogía mi alma por la excesiva soledad. Ahora me ocurre todo lo contrario.

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Mi amigo Juan Ignacio Vega, el antiguo seminarista de competiciones de pelota, dejó la carrera. En su casa les sentó muy mal. Peor aún cuando se echó un novia que no agradaba a la familia. El pobre Juan Ignacio murió en accidente, bajando de la sierra Urbasa con un camión cargado de madera. Su padre desahogaba conmigo su pena. Le afectó tanto la muerte del hijo que cayó en profunda depresión y necesitó mucho tiempo para sanar.

Frecuentaba yo el río para practicar la natación durante el buen tiempo. Don Luciano comentaba conmigo: - Las mozas del pueblo te critican. Dicen que a ver con qué te cubres el cuerpo para nadar, ¿con barro? - Voy solo; nadie me ve. Por otra parte no creo que practicar un deporte sea nada malo. - Yo no veo bien que un sacerdote dentro de su parroquia frecuente los ríos para bañarse. El se quedó con su opinión, y yo con la mía.

Eustaquia, gruesa mujer, simpática, un poco trota caminos, ayudaba en las tareas de la casa a mi madre. Por ella me enteraba de muchas noticias que ocurrían en el pueblo. Continuó el trato y amistad, aun después de que viviéramos en Rumos. La mantuve a raya en el aspecto de no permitirle críticas de la gente y sobre todo en que no me dijera nada de lo que se hablaba en corrillos sobre mi persona. Nunca me ha gustado enterarme de lo que de mí hablan. Si es bueno, me envaneceré; si malo, me desanimaré. Prefiero ignorar. Los afectados de verdad por una actuación mía ya vendrán a quejarse o a agradecer.

Llegó como párroco de Berrilla, Tarsicio Urdiain, natural de la Ciudad. Doce años mayor que yo, pero podía hablar con él; existía entre los dos una corriente de simpatía. Me escuchó en confesión. El me animaba y usaba la terapia de distraerme en algunas ocasiones. Subía a veces desde Berrilla paseando para charlar conmigo. El me aconsejó que escribiera a un fraile entrenado en las lides de ayudar por correspondencia. Parecía que por medio de ejercicios corporales curaba enfermedades del espíritu. El buen religioso me recetó paseos de veinte minutos con respiración controlada. Practiqué largo tiempo aquellos consejos. No sané, pero al menos algunas horas de alivio conseguí.

Se adivinaba claridad entre los nubarrones. El P. Arnal, el compañero de la escuela de ejercicios de Vitoria, me invitó a dirigir una tanda a los estudiantes., de donde él era director espiritual. Fue mi bautismo de fuego. Observé que los jóvenes seguían con interés mis pláticas, consultaban sus problemas, lloraban sus pequeños pecados.

Al vivir las inquietudes de otros y tratar de solucionarlas, las mías quedaban olvidadas temporalmente. Recuerdo la ingenuidad de un niño de doce años que me decía: - Yo quiero ser sacerdote. Algunos dicen que dejan la carrera por las chicas. A mí las chicas no me gustan

Mi amigo Goyo, párroco de Anúcita, me invitó a predicar. Necesitaba yo aquella salida; la primera después del cursillo. Celebramos con alegría nuestro encuentro. En la comida nos acompañan alcalde y varias personas. Buena mesa. Yo: - Comida con champán y todo. - Ahora probarás. - Cuánto agradezco esta atención. Me preparaba a degustar el sabroso licor en el mismo momento en que la botella explotó, y volaron por el aire decenas de chuflas y baratijas, ante el regocijo de todos. No me agradó la idea, pero supe callar.

UN CAMBIO BENEFICIOSO

EN 1961 me trasladé a Rumos. La casa nueva influyó en mí favorablemente. Era el mes de mayo, el día de la Virgen del Puy cuando llegué. Recuerdo que el rosario cantaban a la Virgen una sencilla canción, que me emocionaba: "En mayo hermoso, María, te ofrece el campo primores. Y en sus primicias la flores te ofrecen todo su amor". Parece que la Madre me llamaba. Sentía renacer en mí una nueva primavera.

Seguí durante un año tratamiento médico, dirigido ahora el prestigioso Dr. Soto. Me aplicó una cura de sueño en mi propio domicilio. Dormía unas veinte horas diarias. Me levantaba para celebrar Misa; reposaba de nuevo hasta la hora de comer; interrumpía la siesta para tomar la cena. La noche cubría con su manto todas mis preocupaciones e inquietudes. Al finalizar el año, una noticia me dio gran paz. Creo que mi curación se debe principalmente a esta buena nueva. Oí, no sé a quién, que el Papa Juan XXIII en algunos casos concedía a sacerdotes dispensa del celibato. Podía casarse, pero no ejercerían después el ministerio. La idea de poder solucionar mi caso me calmó por completo. Gracias a Dios la enfermedad mental huyó de mí para siempre. He de decir: "Cantaré por siempre las misericordias del Señor". Estaba en tinieblas. Lentamente fueron despejándose los nubarrones. La Providencia obraba en mi vida despacito. Veinte años más tarde, alabo a Dios Padre que no me ha abandonado.

Renacía en mí la alegría con intervalos. Tres años más tarde sólo quedaba la cicatriz de aquel mal, y el recuerdo de la experiencia más amarga de mi vida. Escribía así en mi diario: "Veo a Araceli todos los días, pero nada sé de su vida. Ignoro si continúa o no con el novio. Comencé a no estar desesperado. La tristeza me invadía algunas horas al día, normalmente por la tarde. El llanto, con menos frecuencia".

En febrero del 62 dirigí una misión en un pueblo de Treviño. Terminé feliz. A continuación, marché a Olleta con idéntico ministerio evangelizador. Regresé muy animado. Barruntaba que en el sacerdocio también se pude ser feliz ayudando a las almas. Otra vez los días iguales; con tristeza y esporádicas alegrías. Me animaba constatar mi facilidad para la predicación. En mayo conocí a Francisco Morentin, y entablé amistad con él. Francisco era afamado director de ejercicios espirituales; con nueve años de experiencia sobre mí. Meses más tarde asistí como ayudante a una tanda que él dirigía en la Ciudad. Me llenó del todo su estilo dinámico, la temática y el ambiente. Acudí no como ejercitante, pero el resultado fue una nueva conversión en mi vida. ¿No sería mi segunda vocación la pastoral de la palabra? Comencé a dirigir tandas. Salía transformado de ellas. Hacia el año sesenta y tres se iba haciendo habitual en mí una alegría serena. ¡Qué gozo hacer el bien! No se podía cambiar esta dicha por los placeres del mundo.

"Todo lo considero como basura con tal de hacer el bien," escribía. Voy adquiriendo facilidad. Conozco el corazón humano por experiencia propia. Ayudar a las personas en sus problemas me proporciona gozo inmenso. Llevo dos años viviendo la alegría del sacerdocio, la felicidad de mi entrega al Señor... Pero pienso que mi vocación no es el celibato. No obstante no me voy a apresurar por salir del estado clerical para casarme. Si el Señor quiere para mí el matrimonio, me preparará el camino. Ahora, en esta paz del corazón puedo trabajar algunos años".

El tiempo libre no lo dedicaré a jugar a cartas ni a pasar el rato en charlas inútiles. Estudiaré la carrera del magisterio, por si alguna vez necesito de ella. Es lo más parecido al sacerdocio. El templo de Rumos había sido restaurado el año anterior. La última labor de Don Luciano fue dejar la parroquia en condiciones. Tan sólo faltaba pintarla. La casa parroquial tan sólo dista cincuenta metros de la iglesia. Unas acacias proporcionan sombra en la parte delantera del domicilio, que sirve de tribuna para presenciar los partidos de pelota del frontón. Me agradaba en gran manera la situación de esta vivienda rural.

Las personas del lugar son más agradables y menos montaraces. El primer mes de mi estancia, mi madre hubo de marchar a San Sebastián a cuidar a Concha, mi querida hermana enferma de parkinson. Ningún problema de tipo afectivo.

Comienzo a sentirme con la madurez del hombre adulto y a tener ya criterios propios. Me voy liberando de diques intelectuales que me impusieron en el seminario. Respeto lo estrictamente dogmático. Todo lo demás está dentro de lo opinable. Converso mucho con don Conrado el médico, aunque sin caer el "visiteo". Soy discreto con él; no puedo confiar. Contó a su mujer el problema que vio en mí, y ella lo ha parlado en la botica del pueblo vecino. Por lo demás nuestro doctor es buen profesional con excelente ojo clínico. Pascual, el practicante, es todo corazón y lengua. La vida le ha de enseñar discreción. Conmigo sabe comportarse.

La televisión comenzaba a verse por la zona. Amigos y compañeros la habían colocado con notable éxito. Reuní al pueblo para dialogar. En principio el concejo adelantaría el dinero. Se colocaría el aparato en el salón parroquial. Yo me encargaría de cobrar una pequeña tasa por familia para la amortización. Poco tiempo después funcionaba la tele. Muchos días se llenaba el recinto, incluso hasta horas avanzadas de la noche. Los toros agradaban de tal modo que durante los Sanfermines madrugaban para el trabajo los hombres, con el fin de presenciar la corrida a media tarde. Me acarreó un pequeño disgusto mi afán de rectitud. No permitía a los menores de veintiún años asistir a los programas de dos rombos, como estaba mandado. Un mozalbete cortó la antena de rabia. Me enfadé y le propiné una patada en el trasero. Creo que hoy no hubiese actuado así. Más vale dar una orientación a los que no pueden entender, o cerrar previamente el teleclub, que expulsar de la sala. Coloqué un altavoz en mi cocina, y por medio de él me enteraba del ritmo de los programas.

Tal afición despertó el nuevo invento que doña Crist, la maestra del pueblo que vivía en Berrilla, se quedó una noche a presenciar el teatro, y pernoctó en mi casa. Mi prima Charo nos acompañó durante un mes largo. Había roto con su novio, a causa de excesivos celos de él. Temiendo que la persiguiera, se refugió en nuestro domicilio. Difícilmente nadie la encontraría en un lugar tan apartado. Pronto Charo se hizo popular por su simpatía. A todos tenía que decir algo. A mí me alegró mucho. Necesitaba la presencia de una persona joven, contrapunto a mi alma sin paz. Su hermana Adela seguía en buena relación conmigo. Recuerdo que, meses antes, le comuniqué todos mis problemas. ¡Cuánto agradecía el consuelo que me prestó! Me comprendió perfectamente; y mucho hubiera dado ella por lograr solucionar mi situación. ¡Qué lejos quedaban ya los tiempos de Laguardia en que permanecíamos los primos en unión!

Publico en pequeñas entregas la verdadera historia de mi vida de cristiano, sacerdote, padre y abuelo. Por razones obvias son supuestos los nombres geográficos de mis lugares de adulto. A muchos puede interesar.

José María Lorenzo Amelibia


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