Más de cincuenta años sin readmitir a los sacerdotes secularizados... y somos sacerdotes LXXXVIII Nuestra hija sufre graves quemaduras

La vida de un cristiano, sacerdote, padre y abuelo

 Testimonio humano - espiritual de un sacerdote casado.

Autobiografía

LXXXVIII Nuestra hija sufre graves quemaduras

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Grandes quemaduras

Durante varios años, los tres nos dirigíamos al colegio de San Ignacio para dejar el coche después de nuestra excursión. El regreso, paseando, era delicioso. El sol caía dulcemente. En los últimos instantes aparecía como enorme disco rojo inofensivo; hasta nos permitía acariciarlo con la vista. Nuestra hija gustaba parase a "descansar" junto a la escuela de Ingenieros Técnicos. En realidad, enseguida triscaba o jugaba con la arena. Seguro que aún recuerda la acera por donde vio, primera vez en su vida, correr a un ratón. Una tarde tropezamos a una rata muerta. Quisimos seguir adelante: no se trataba de espectáculo agradable. La nena porfiaba: - Yo quiero ver la rata muerta. Durante tres meses recordó el lugar exacto de la carroña.

Aprendió muy pronto a andar. A los once meses se lanzaba de un sofá a otro del cuarto de estar. El día que cumplió un año, anduvo ella sola de un lugar a otro sin ninguna ayuda. Con gran ilusión celebramos su primer aniversario. La tarta adornada con una vela; ella de nada se percataba, pero se sentía muy importante. Vestía bellísimo mono rojo, y aparecía más linda que una flor con su dorado cabello.

El primero de octubre se nos ocurrió marchar a Miranda a visitar a unos amigos. El día amaneció triste y lluvioso. Nos invitaron a tomar café. Mala suerte la nuestra: habían colocado una cafetera alta sobre la mesa. En un descuido, la niña tiró del mantel, y el líquido hirviendo cayó sobre su cuerpo. Con serenidad, sin perder un instante, marché a urgencias a Vitoria a la clínica. Fue mucho el daño: los dos brazos y una pierna. ¡Qué calvario tuvo que pasar! Yo lloraba sin consuelo. ¿Superaría mi hija el trauma? Yo calculaba que sus quemaduras suponían el treinta por ciento de su cuerpo y temía por su vida. Ahora me doy cuenta de que no era tanto. Por la noche su mamá permanecía junto a ella a los pies de la cama, acurrucada como un gato. Durante las horas de trabajo, su tía.

La víspera del Pilar dieron de alta a nuestra hija; en el primer aniversario de su bautismo. Encendimos la calefacción para que pudiera encontrarse más a gusto. Cada dos o tres días la curaban en la clínica. Esos momentos eran de mucho dolor, de tal manera que llegó a asustarse de las batas blancas.

Desde aquellas fechas, como agradecimiento de que la hija saliera del peligro, rezamos todos los días un misterio del rosario antes de comer. Le queda en el brazo izquierdo una señal, un queloide, único estigma de aquel triste suceso. Dimos gracias a Dios por su curación y marchamos todos juntos al restaurante de Villarreal a celebrar la curación de nuestra hija. Fue la primera vez que hizo gasto comiendo fuera de casa: un trozo de merluza. Pero tuvo que aprender de nuevo a andar.

Publico en pequeñas entregas la verdadera historia de mi vida de cristiano, sacerdote, padre y abuelo. Por razones obvias son supuestos los nombres geográficos de mis lugares de adulto. A muchos puede interesar.

José María Lorenzo Amelibia 

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