SALI TRAS TI CLAMANDO

¡Cuántas veces, Señor, te he buscado! A ratos parecíame que te acogía entre mis brazos, en lo más profundo de mi alma. Mas luego te esfumabas de mi presencia; dejabas mi alma a oscuras, como de noche en bosque solitario.
Pasaban los días con rapidez. Yo quería sacar tiempo para entregarme a la oración silenciosa. Pero el trabajo me dominaba. Mi imaginación se perdía en una serie de problemas absurdamente científicos.


Permanezco horas contigo en el Sagrario y nada siento. Parece que aquellos fervores de la primera conversión han desaparecido. ¡Qué dura y árida resulta mi oración! Pero, la verdad, experimento la fuerza de tu brazo poderoso, porque ya nada me inquieta. Y una paz profunda embarga mi espíritu.
Deseo estar contigo en el prójimo, y procuro ser algo útil para otros. Y luego me alegro íntimamente por haberme entregado de verdad. Pero me duele después el olvido y la indiferencia de aquellos a quienes ayudé.

Me gustan, Señor, las montañas.
Deleitas del todo mi espíritu al contemplar desde las cumbres las grandezas de tus obras. Y digo entonces con el poeta: "Entremos más adentro en la espesura".
Comprendo a los santos: al de Asís y a Juan de la Cruz.

Me enamora tu poder, mayor que la inmensidad de la creación.
Te palpo en las alturas de la tierra, casi como en la Eucaristía, Señor. Mas todo se desvanece pronto. Y llega otra vez la oscuridad. Y me agarro a la fe y a tu amor, "aunque es de noche".

¡Bendito seas, Señor, en tus obras! Ven pronto, Jesús.
Pero habremos de traspasar los valles y fronteras de esta vida. ¡Espéranos a la otra orilla, en la eternidad sin fin!
Y entretanto, cantaremos con el Maestro de la oración:
"Como ciervo huiste
habiéndome herido.
Salí tras ti corriendo... y eras ido."

José María Lorenzo Amelibia
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