En la subida al monte, muy cerca de la vereda angosta, junto a una rama gruesa desgajada en el invierno, me aguarda un regalo de Dios, inmenso en su pequeñez: cinco violetas, casi escondas en una arruga del terreno, como queriendo ocultar su delicada belleza.
¡En alabanza de Nuestro Señor!
Detengo mi paseo; las contemplo; me elevo ante el signo delicado del Creador. El sol calienta con su tibieza final de febrero, anuncio de una primavera sin estrenar.
Llegará el verano. Estas florecillas esconderán para siempre su lindo talle. Cumplieron su misión: ofrecer su belleza casi imperceptible y su tenue aroma al caminante. ¡En alabanza de Nuestro Dios!
¿Seré tal vez yo el único destinado desde la eternidad a contemplar esta maravilla del amor divino?... ¡Señor, deseo ser tu violeta entre los humanos: y en mi pequeñez darte gloria. Ofrecerme en discreta insinuación para el bien del caminante. Vivir oculto dando una nota de alegría bella a la creación. Cumplir una misión discreta, delicada, suave, pero elevante. Y después, ser olvidado como la florecilla del ribazo de los últimos días de febrero.
Ser entre tus hijos la violeta: anuncio de lo efímero, anhelo de trascendencia, esperanza primaveral. Y después, desaparecer de este mundo para gozar en la paz de tu Reino. ¡Para algo puso Dios violetas a la orilla del camino!
José María Lorenzo Amelibia
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