Para obispos y todos los demás es testimonio de mi vocación XXIV Estreno un diario que todavía no he terminado

Publico en pequeñas entregas la verdadera historia de mi vida de cristiano, sacerdote, padre y abuelo. Por razones obvias son supuestos los nombres geográficos de mis lugares de adulto. A muchos puede interesar.

XXIV Estreno un diario que todavía no he terminado

pasillo

 Tránsitos del Seminario de Pamplona

Desde este momento la fuente de investigación no es únicamente mi memoria: poseo un documento excepcional, El Diario. Durante ocho largos años, sin dejar un solo día, escribí lo que ahora resulta ser la historia de mi adolescencia y juventud.

Sirvió para robustecer en mí la voluntad. Me ayudó como buen amigo, a desahogarme.

Don Alberto me animó indirectamente. El me comentaba detalles de su diario. Me propuse escribirlo hasta finalizar la carrera. Lo conseguí. Después, ya no me parecía útil, y lo dejé.

Unos días antes de emprender, caí enfermo con la gripe primaveral. El diácono Zubieta acudía a visitar a los enfermos y nos hablaba de Jesús con unción y convencimiento personal. Me encantaba ser como él, enamorarme de Cristo como él. Volví a verlo dieciocho años más tarde a su regreso de América. El tiempo, me dio la impresión, no nos mantiene siempre en los antiguos fervores juveniles.

Don Pedro Alfaro dejó de ser rector. Apenas advertí la presencia de mi antiguo párroco en el Seminario, fuera del día de la Virgen del Puy en que nos llamaba a los de Estella para tomar dos pastas y una copa. para mí pasó como el viento suave, sin sentirlo. Decían que lo veían a veces correr por los tránsitos, mas apenas se percataba de la presencia de un alumno, paraba en seco su carrera. Podía en él más la compostura clerical que el amor al deporte.

Con olor de azucenas, con alegría serena en el alma finalizaba el curso. ¡Cuarto de latín! Todos los obsequios fueron para nosotros. Desde la mañana hasta la noche velábamos por turnos a Jesús del Sagrario en aquella jornada de despedida. Me tocó junto a Macaya, de siete y media a ocho menos cuarto. Y nos sentíamos con tal fervor, que pedimos permiso para visitar de nuevo al Maestro precisamente durante la cena. Al caer de la tarde, nos reunimos en el pequeño pinar, junto a la imagen de la Virgen. Allí cada uno cogimos una flor de azucena -¡símbolo de pureza!. ¡Sea mi alma siempre así, le decía a Jesús. Y antes de acostarme, tuve una feliz idea: tomé un estuche, y en él deposité el fajín blanco de gramático y la azucena. ¡Guarda mi alma siempre así!, le decía a Jesús: blanca y pura... Y recuerdo algunos versos de la poesía que entonces recité en público a la Virgen, compuesta por mí: "Del fajín ya me despido - pero yo lo guardaré en un cofre bien metido, - y a la Virgen lo daré - en el cielo prometido... - Madre santa, gracia plena, - blanco sea hasta expirar. - Oh María, qué gran pena, - si se llegara a manchar; - que no sea, oh Madre buena."

Maravilloso verano de 1950. Mitad de siglo exactamente. Se juntó la felicidad de ser libre, lejos de los muros del seminario, con unos consuelos maravillosos en la vida espiritual. Leía por entonces la biografía del joven polaco Esteban Kaszap. Ni siquiera sé si ha llegado a los altares. Quería yo ser santo como él. Me emocionaba ver cómo en plena juventud moría de septicemia, lleno de dolores, y enamorado de Dios.

Mis visitas a los sagrarios de la ciudad eran continuas. Disfrutaba en ellas como un místico. Y siempre estaba en todos los conventos ayudando a las funciones solemnes: le llamábamos "oficiar". Recuerdo que el día de San Pedro saludé en la sacristía al hermano de Erburu, capuchino y profesor de griego, que predicó. Después del sermón me convenció de la necesidad de estudiar bien la lengua de Homero, y desde aquel momento le tomé afición a este idioma muerto. Para mí fue algo vivo y vital.

Quería ser fiel en todo al Señor. Cumplir siempre su voluntad. Influir en todas las personas para que sean más de Dios. Sufría cuando veía que no se amaba a Dios, y procuraba hacer algo. ¡Cómo elevaba el Señor mi alma hacia las alturas! ¡Lástima no haber sido siempre fiel como en aquellos años felices! Me ponía el cilicio; practicaba tardes de retiro; atendía a mi hermano pequeño con cariño y mimo especial; trataba mucho con los seminaristas. Incluso hacía una distribución de tiempo y dedicaba momentos para todo: desde la meditación y estudio, hasta la diversión y salida con amigos y familia.

Me esforcé por adquirir virtudes, por dominar el mal genio y los caprichos. Todos o casi todos los días subía con alguien o solo al Puy a visitar a la Virgen. Para todo sacaba tiempo. Mis libros favoritos habían de tratar de Dios, de Jesús y de la vida interior. También leía novelas o biografías de personajes célebres. Pero ni siquiera la literatura la consideraba como mera distracción, sino como algo formativo.

En el Puy, en el sagrario de San Juan o de Escolapios o Recoletas San Miguel... permanecía arrodillado en petición pura, en adoración y alabanza, en charla amorosa con Jesús. Siempre una hora seguida. Algunas veces, más. El era mi pasión amorosa, la fuerza de mi simpatía, el amigo que perdonaba generoso mis pequeñas infidelidades. Mas se cernía sobre mí, por excesivo deseo de permanecer limpio, lo que más tarde me haría sufrir desmesuradamente: el escrúpulo.

Con mi hermano Angel hablaba mucho de Dios, de la grandeza del Creador en la estrellas, en el universo entero, en las cosas pequeñas. Tal vez le aburriría en alguna ocasión.

Terminaron las obras de la Basílica del Puy. A los amigos de los pueblos cercanos enseñaba con orgullo la belleza moderna de aquella decoración cubista.

¡Los amigos! Aparte de tratar más con los seminarista de Estella, visitaba con frecuencia a Angel Mari Sánchez de Muniain, A Joaquín Barbarin en Morentin. Ellos, José Ramón Larrauri y Bujanda venían a mi casa con frecuencia.

Con la familia, sobre todo los domingos por la tarde; salía de paseo y a merodear a lugares pintorescos que rodean la ciudad. No me sentía disociado del ambiente normal. Cuando llegaban las fiestas, eran mis delicias acudir a la plaza de toros a ver embolar vaquillas; admiraba la destreza de los ganaderos que con lazos derribaban a las reses. Boneta, el seminarista mayor que recorría los pueblos con propaganda misional, subió las gradas del altar. Emocionaba ver a compañeros del grupo llegar tras largos años a la meta.

Organizaron los superiores para el mes de agosto una acampada en la Sierra de Urbasa. Junto a la fuente de Basaiziturri armamos las escasas tiendas de campaña; el tronco de un frondoso árbol sirvió de retablo del altar; sobre él estaría Dios en figura de pan todas las mañanas. Agua fresca y limpia la de aquel manantial. Su murmullo suave servía de acompañamiento a la plegaria matutina que elevábamos al Señor. Don Alberto, el prefecto amigo, el nuevo sacerdote, celebraba en medio de la naturaleza sus primeras misas con un fervor que a todos nos contagiaba. Tuve la suerte de ayudarle en varias ocasiones.

Nació en aquellos días la amistad entre José Ignacio Dallo y yo. Aquel joven, casi niño, inteligente, amable, delicado y siempre risueño, había convivido junto a mí cuatro años y apenas reparamos uno en el otro. Desde entonces nunca hemos dejado de ser los mejores amigos, junto con Paco Macaya. He conservado esta amistad con celo, algo recio, como un gran tesoro en nuestra existencia. Recuerdo aquello del Sabio: "Nada hay comparable con un amigo fiel". Hasta la fecha tal vez le haya tocado e él la peor parte. Pero la vida, aunque breve, es larga y quizás en un futuro haya de ayudarle yo. Defensor del débil y del oprimido, ha sabido José Ignacio enfrentarse con el fuerte y el superior. Personas endiosadas, al verse envueltas en su dialéctica irrefutable, han tratado de marginarlo. ¡Lástima que no acompañe a esta buena cabeza el don de la diplomacia! Triunfaría. Su nombre aparecerá con frecuencia aquí. Días felices los de Urbasa en todo. Por primera vez contemplé las bellezas del subsuelo el las cuevas de Larraona y alabé al Señor desde lo profundo de la tierra.

Colofón de aquellas vacaciones, la gran caminata de mi vida desde Laguardia hasta Codés acompañado de Andrés Bezares. Mochila al hombro, salimos a las cuatro de la mañana, en ayunas sin comer ni beber hasta las 2,30 para poder comulgar. ¡Buen obsequio a la Madre en aquella peregrinación de unos ochenta kilómetros, en veinte horas!

Autobiografía.

José María Lorenzo Amelibia                                         Si quieres escribirme hazlo a: josemarilorenzo092@gmail.com              Mi blog: https://www.religiondigital.org/secularizados-_mistica_y_obispos/  Puedes solicitar mi amistad en Facebook https://www.facebook.com/josemari.lorenzoamelibia.3 Mi cuenta en Twitter: @JosemariLorenz2

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