El otoño se teñía de gris; compré una gabardina que me acompañó todo el invierno. Mi deseo principal era que nadie se enterase de mi condición antes de que yo la comunicara a la familia, cosa que retrasé hasta el límite. Pero el director, señor Egaña, lo propaló a los cuatro vientos. Parientes lejanos míos lo supieron por su boca antes que mi madre.
En la escuela, con los niños me lo pasaba bien. Aula soleada, caliente. Dentro de las paredes de clase creaba con aquellos pequeños ángeles un ambiente agradable de trabajo, que trascendió pronto a las familias, llenándome de prestigio. Allí me sentía sacerdote.
Los fines de semana, marchaba a la parroquia. Se me hacía duro despegarme del todo. Cerca de Estella colocaba mi clergyman sobre la corbata, y el maestro de escuela quedaba de nuevo convertido en maestro de Israel.
En la ciudad celebraba Misa a mediodía de modo privado en la parroquia del Buen Pastor. Mi amigo Goyo me había facilitado la hora. La única persona asistente solía ser mi madre que me acompañaba a diario.
El cambio me resulta muy duro. Aunque la educación de niños es lo más parecido al sacerdocio, me cuesta aclimatarme. .
José María Lorenzo Amelibia
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