Imagina una persona enfermiza; de inteligencia muy corta; que la sacan de la escuela sin que haya conseguido aprender a leer y a escribir. Además de todo esto, el nivel económico de la familia, cercano a la miseria.
- No sigas, me dirás. Se trata de una marginado, un desecho de la sociedad.
¡Pues nada de eso! Es una estrella luminosa en el firmamento de la santidad de la Iglesia: San José de Cupertino.
Sus padres eran gente honrada, que educaron a sus hijos con severidad. En vista de que para José el estudiar era tiempo perdido, le pusieron como aprendiz de zapatero, pero fue despedido por inútil. Entonces le sobrevino una larga enfermedad. Su cuerpo se cubrió de llagas repugnantes que le ocasionaban desazón y dificultad para relacionarse con la gente. Todo lo soportó con paciencia ejemplar, hasta que un buen día, la Virgen le devolvió la salud.
Conviene, querido enfermo, que nos fijemos en personas que han pasado por duros trances y los han superado. El dolor muchas veces es trampolín de perfección; escala del paraíso; escuela de virtudes. Así lo fue para San José de Cupertino. Así será para ti.
Una vez repuesto nuestro hombre de sus dolencias, como para nada servía, se dedicó a la vida de oración y caridad. A todos prestaba, con mejor gana que acierto, sus pobres servicios. Disfrutaba de una rara habilidad para orar y mortificarse. Pasaba largas horas en la iglesia, y ni se preocupaba de comer. Sintióse entonces llamado a la vida religiosa, pero en los conventos que visitaba para ingresar reconocían que era un hombre muy santo, pero en la comunidad no serviría ni para pelar patatas. A su capacidad deficiente intelectual se le añadieron nuevas enfermedades en los ojos y en las rodillas. Por fin el Señor, después de tantas purificaciones y de tanto fracaso, de una manera providencial le abrió las puertas de la orden franciscana.
Y aquí vine su grandeza. Consiguió casi por milagro superar los estudios y ordenarse sacerdote. Practicó la oración con ahínco, y Dios le premiaba con éxtasis y con el don de hacer milagros. Vivió en el siglo XVII. Apaciguó a los discordantes; purificó costumbres; evitó revueltas y guerrillas; fue un hombre de Dios, reconocido por todos, pero también despreciado de muchos.
¡Qué cosas haría el Señor en ti y en mí, aun en medio de nuestras enfermedades y miserias, si practicáramos la oración un poco al estilo de este varón santo!
José María Lorenzo Amelibia
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