El temor que abruma logra ser causa de enfermedad
Enfermos y Debilidad
| José María Lorenzo Amelibia
El temor que abruma logra ser causa de enfermedad
Quienes hemos cumplido ya los sesenta y más años fuimos en gran parte educados en el temor. En un temor abrumador. En algunos todavía perdura. Lo solemos comentar de vez en cuando en reuniones de amigos; recordamos a algunos directores de Ejercicios Espirituales, verdaderos maestros en atemorizar a los pequeños. Y no negamos ningún dogma, Dios nos libre, creemos firmemente en el infierno, revelado de manera clarísima por Jesús en el Evangelio. Solamente afirmamos que no nos parece de ley acentuar el temor de la manera como algunos predicadores antiguos lo hacían.
Ha llovido mucho desde entonces. Ha habido por medio un Concilio, el Vaticano II, que pone las cosas en su punto; y lo recoge del todo nuestro Catecismo de la Iglesia Católica. Quienes vivimos en serio nuestra fe creo que hemos de aprender a tener más confianza con relación a la muerte y al más allá.
Permite a veces el Señor angustias sobre el problema de la salvación, pero suelen durar poco. Luego acostumbra a dar una gracia fuerte y desaparece todo temor servil y queda ese temor amoroso a disgustar a Dios Padre. Tiende después el alma los brazos a Dios y queda en su regazo confiada. Sabe que Él nunca rechaza a quien de veras ha confiado. El humilde se entrega del todo a su Señor, está convencido de que lo llevará al Paraíso.
Si los padres acogen a sus hijos en su regazo, los besan y les dan amor, Dios Padre ¿qué no hará con nosotros, sus pobres y débiles criaturas? El humilde tiene seguridad completa de la misericordia de Dios para con su alma.
La carmelita, madre Josefa de Jesús decía: “De mi salvación no tengo cuidado, ni de la muerte ni de la vida que a mí me toque, porque mi salvación la he vinculado a la misericordia de Dios, a los méritos de Cristo y a la intercesión de la Virgen María”.
El alma que ha vivido fiel a Jesús, cuando llega la hora de la partida, salta de gozo pensando en la gloria que se avecina. Mueren los justos no solo en la paz del Señor, sino gozosos de entrar en la herencia de Dios. Nadie tiene asegurada su salvación, pero el alma humilde y amante de Jesús goza de gran confianza y esperanza de que Dios la salvará. Vive y muere en la paz del Señor.
José María Lorenzo Amelibia
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