Los trepas

Un amigo mío estuvo varios años en Añastro – así llamamos a la casa de la Iglesia en España –. Me contaba que pululaban por allí curas de distintas diócesis, haciendo pasillos; no precisamente los trabajadores de Añastro, sino otros. Se les veía venir. Muchos de ellos acababan con la mitra en la cabeza y el báculo en la izquierda. Otros, rendidos de cansancio, dejaban tan ardua labor porque no encontraban padrino; pero todos, con el mismo objetivo: llegar a obispos. Los empleados de oficina los conocían: les llaman “los trepas”.


La diócesis de Pamplona, en las décadas de los cuarenta y cincuenta, fue semillero de obispos para toda España. Varios vicarios generales, pocos años después de acceder a cargo tan importante, fueron promovidos al episcopado.

Era un gozo para los pretendientes. Y llegó a este cargo un cura nuevo. Pasaron varios años, pero Antonio seguía en su despacho sin ascender. ¿Qué ocurre, Antonio: – le dijo un día un amigo que le visitó – Tú no llegas, qué pasa? Y nuestro Vicario General le contestó: “Non habeo hominem, non habeo hominem” (no tengo el hombre), recordando la frase del Evangelio en que el paralítico no tenia quien lo introdujera en la piscina probática. Varios meses más tarde acudió de nuevo su amigo al despacho. Esta vez para felicitarle por su nombramiento de obispo. Dándole un abrazo le dijo Antonio al visitante: “Ahora, habeo hominem, habeo hominem”.

Dicho de otra manera: el que tiene padrinos se bautiza. Los obispos, como todos los cargos nombrados a dedo recaen con frecuencia en aquellos que saben hacer pasillos, los trepas, los que “tienen un hombre” que los presente. Algunas veces también suelen ser nombradas personas de gran talla a quienes se les ve venir. Ellos solos se abren el camino con facilidad, incluso sin pretenderlo directamente.

Cuando yo era joven, todo esto que de mayor voy comprobando, si alguien me lo sugería me sabía malo; me parecía que no podía ser así. Después fui estudiando Historia de la Iglesia, había que aprender aquello de “los nepotismos” e incluso “simonías” que a lo largo de los siglos han existido en nuestra querida Iglesia. Hoy todo como natural, incluso normal en ciertas épocas, aunque no me parece nada bien.

Yo no sé cómo han de ser nombrados los obispos; es una tema difícil, peliagudo. Hubo tiempos u ocasiones en que el mismo pueblo los promovía dentro de la comunidad, sin votaciones, por aclamación: eran casos claros, que después terminaron incluso en los altares, dada la talla de santidad de los candidatos. Pero aquello no tuvo éxito duradero.

Lo malo fue cuando las familias poderosas se metieron dentro del clero, y a los segundones los colocaron como obispos. Resultó fatal para nuestra Iglesia. Aquí tuvo que velar el Espíritu Santo sobremanera. Pero lo cierto es que los trepas, el nepotismo, el amiguismo son modos detestables de acceder a un cargo tan lleno de responsabilidad, tan sagrado, tan comprometido, tan para el bien de la Iglesia. El obispo es sucesor de los Apóstoles; pero no ha de ser una “clase” por encima de nadie; no ha de creérselo ni estar siempre con mitra y báculo, inmerso en su autoridad. Necesitamos obispos santos, servidores, sencillos, humildes, buenos, caritativos, amigos de Jesús y de todos. Como quería Juan XXIII: que lo vean todo, se enteren de todo, corrijan solo cuando sea necesario, no castiguen a nadie ni marginen. Obispos amigos: que se pueda decir de vosotros lo que uno dijo cuando murió el obispo Conget, y podía haberse puesto de epitafio en su tumba: “Fue obispo, pero no se le subió la mitra a la cabeza”.

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