Educar con el ejemplo

Esta semana me comentaban el caso del padre de un niño que insultaba al maestro de su hijo porque le había llamado la atención por falta de respeto sistemática a sus compañeros, a los que insultaba con palabras y expresiones cargadas de agresividad y mal gusto.

Un hecho que no es aislado, y que cada vez preocupa más a los educadores. Pareciera que los padres tienen que ganarse el afecto de sus hijos asumiendo siempre su defensa –tengan o no razón- aunque ésta implique “agredir” a los que también han de educar a sus hijos con unas normas y una disciplina común a todos. Los maestros hoy se sienten inseguros y temerosos, y las bajas por depresión van en aumento al constatar que no tienen el apoyo de los padres y muchas veces ni siquiera de los centros a la hora de educar a los alumnos.

Ante hechos como éste uno entiende que el niño insulte, falte el respeto y no se adapte a las normas, porque a la vista está que es esto lo que aprendió en su casa y él no hace más que imitar lo que vio. Cabría la pregunta de quién es el que ha de educar a los padres, quien ha de educar a los educadores, porque los niños aprenden lo que viven, y lo que ven: eso harán.

Los de mi generación y los de las anteriores a la mía recordaremos que cuando regresábamos del colegio llorando porque nos había zarandeado un poco, o porque nos había reñido la “monja” o el tutor de turno, la respuesta era inmediata: -¡Algo habrás hecho!, y acto seguido venía el castigo familiar. Hoy las cosas han cambiado, el culpable es el educador, y es al que hay que acusar y denunciar.

Es urgente fomentar el diálogo en el seno de la familia, escuchar a los hijos, y sobre todo dar ejemplo -¡buenos ejemplos- porque son ellos los que dan autoridad a cuánto decimos. Ellos han de captar el cariño de los padres, pero lo que nunca podemos olvidar es que se han de transmitir valores y fomentar buenos hábitos, porque no todo lo que hacen o les “da la gana” está bien y porque siempre pueden mejorar.

Creo que nunca nos arrepentiremos de ser coherente y de dar a los hijos el tiempo que necesitan, como tampoco de llamarles la atención y de corregirlos cuando es necesario.

Pensemos y actuemos, no sea que lleguemos demasiado tarde.
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