Cardenal Norberto Rivera Carrera, veinte años de servir a la Arquidiócesis



Guillermo Gazanini Espinoza / Desde la fe. Arquidiócesis de México. 26 de julio.- Hace veinte años, el II Obispo de Tehuacán, Monseñor Norberto Rivera Carrera, llegó a apacentar una realidad dinámica y plural, la de una Iglesia en crecimiento, boyante por la evangelización, pero interpelada por los desafíos y la ebullición de una sociedad más crítica. La Arquidiócesis de México, regida desde 1977 por el cardenal Ernesto Corripio Ahumada, entró en la dinámica de análisis y autorreflexión sobre su tarea evangelizadora, pero también de su papel ante los cambios políticos de un sistema empecinado en perpetuarse y, sin embargo, con el germen de la transformación gracias al trabajo de la ciudadanía para renovar el sistema político.
El 29 de septiembre de 1994 llegó a su fin un gobierno pastoral de casi 17 años, encabezado por el cardenal Ernesto Corripio Ahumada. Entraba en acción la maquinaria para elegir al hombre más capaz e idóneo. Los retos no eran menores. Desde luego, esa época de vertiginosos cambios y profundos cuestionamientos sociales se asomaba a la esperanza de un nuevo milenio. México había cambiado desde 1977 cuando Ernesto Corripio Ahumada sucedió al cardenal Miguel Darío Miranda (1895-1986), y desde la primera visita del Papa Juan Pablo II en 1979, la cual conmovió los cimientos del laicismo mexicano, hasta la segunda visita papal de 1990, el restablecimiento de relaciones diplomáticas con el Estado Vaticano y el reconocimiento jurídico de las iglesias en 1992.
El Segundo Sínodo de la Arquidiócesis de México (1992) dio la radiografía completa de un territorio agobiado por la pobreza, la marginación y el subdesarrollo. Los trabajos sinodales vieron la urgencia de activar la pastoral de la opción por los pobres, atender las condiciones de los alejados de la fe, observar el crecimiento de los nuevos movimientos religiosos y sectas, el progresivo individualismo de las grandes ciudades, la marginación y la propiciación del pluralismo de las sociedades modernas. El diagnóstico estaba dado, pero los remedios serían aplicados paulatinamente y tal vez hasta interrumpidos ante la incertidumbre de la sucesión del cardenal Corripio Ahumada. El nuevo pastor debería revitalizar una acción evangelizadora calificada de “urgente” para responder a las exigencias de la pastoral encarnada en las culturas del Distrito Federal.
El 18 de junio de 1995, la publicación quincenal de la Arquidiócesis de México, Nuevo Criterio, saludaba la designación del II Obispo de Tehuacán para suceder al cardenal Corripio Ahumada. Un editorial, impregnado de ese ánimo del II Sínodo, alabó la renovación abriendo los brazos para recibir a un pastor a fin de “caminar juntos”, según la proclama sinodal, trazando sendas inéditas con nuevo ardor y métodos para evangelizar. Ese editorial recordó los rasgos de la Arquidiócesis plural, centro de contrastantes corrientes culturales y del pensamiento, del dinamismo económico, político y social del país, pero sobre todo de la riqueza cristiana. Corripio Ahumada diría a su sucesor Norberto Rivera: Viene a enfrentar todo un reto de la nueva evangelización que el II Sínodo ha planteado.
Después del 13 de junio de 1995, los medios y fieles de la Iglesia católica arquidiocesana se apresuraron por conocer quién era ese joven Obispo de 53 años, nacido en La Purísima Concepción del Estado de Durango, el 6 de junio de 1942; hijo de Ramón Rivera y Soledad Carrera, comerciantes de catres, cobijas y cal, quienes fundaron una familia de nueve hermanos de los cuales cinco murieron prematuramente, sobreviviendo sólo cuatro. De un pastor marcado por el testimonio de hombres celosos del Evangelio; de su párroco, el P. José Soledad de Jesús Torres Castañeda (1918-1967) después primer Obispo de Ciudad Obregón, Sonora; del Papa Paulo VI, quien lo ordenó sacerdote el 3 de julio de 1966 y de monseñor Antonio López Aviña (1915-2004), Arzobispo de Durango, quien le impulsó en su trayectoria de servicio a la Iglesia y consagró II Obispo de Tehuacán, el 21 de diciembre de 1985.
Según algunas opiniones, Monseñor Rivera Carrera no era el idóneo para suceder al cardenal Corripio Ahumada; sin embargo, él estuvo dispuesto a cumplir con los designios de Juan Pablo II, y ofreció su mano para trabajar conjuntamente con el clero de la Arquidiócesis de México, mostrando respeto hacia los que diferían del nuevo pastor. Las primeras declaraciones del Arzobispo electo fueron de apertura y tolerancia, incluso observadores externos a la vida de la Arquidiócesis de México veían una decisión estructurada y planeada con sólidos fundamentos por la Santa Sede.
El 29 de junio de 1995, el Arzobispo electo partió a Roma para recibir el palio de los metropolitanos de manos del Sucesor de Pedro. Desde Roma, en el Pontificio Colegio Mexicano, el arzobispo Norberto Rivera Carrera habló de los graves problemas de México, entre ellos la pobreza, fruto de las injustas estructuras económicas. No sería la primera vez, como Obispo de Tehuacán había denunciado la gravedad de los sistemas injustos y la corrupción donde lo urgente era la protección de la familia, el matrimonio y el fomento de los valores éticos.
El 26 de julio de 1995, el arzobispo Norberto Rivera Carrera tomó posesión de la Cátedra a las 10:30 horas en un acto meramente simbólico. La celebración vespertina principal de la Basílica de Guadalupe fue el marco para anunciar la llegada de un peregrino, como él mismo se consideró. El trabajo pastoral inició con el conocimiento de la compleja realidad para aplicar las conclusiones del Sínodo. En veinte años, el Arzobispo Primado de México, cardenal Norberto Rivera Carrera, ha visto el paso de cuatro presidencias de la República en un trato cercano, a veces cortés y otras de tensión con las autoridades principalmente de la Ciudad de México. En pocas líneas no puede resumirse el trabajo de dos décadas entre las que destaca la organización administrativa y económica de la Arquidiócesis, las acciones de caridad, la atención de los encarcelados, la creación de dos Seminarios y del impulso de medios de comunicación arquidiocesanos, hoy referentes obligados para las fuentes informativas religiosas.
Una de las principales obras del cardenal Norberto Rivera Carrera es el rescate de monumentos históricos y religiosos propiedad de la nación, Catedral Metropolitana y la antigua Basílica de Nuestra Señora de Guadalupe, además de la restauración de bienes muebles históricos invaluables.
No obstante, el dolor está presente. En la historia contemporánea de la Arquidiócesis de México, el cardenal Norberto Rivera soportó el cierre inédito del culto público en Catedral Metropolitana al no haber seguridad suficiente para los fieles cuando simpatizantes de partidos políticos irrumpieron violentamente en el recinto sagrado en noviembre de 2007 y por la crisis de influenza del 2009, la cual obligó a condiciones sanitarias estrictas como prohibir reuniones públicas masivas. Otro dolor del Arzobispo fue el penoso viacrucis de acusaciones judiciales de las cuales fue exonerado por la ausencia de elementos contundentes sobre su responsabilidad. No le son ajenos los lamentables ataques contra la vida y la familia que han fincado la cultura de la muerte en la capital del país. “No se asusten si su obispo es pisoteado”, diría en diciembre de 2010.
El 26 de julio de 1995, ante la Virgen de Guadalupe, Norberto Rivera Carrera puso bajo los cuidados maternales de María el inicio de un ministerio. Esa tarde, el peregrino y extranjero se convirtió en hermano, compañero y servidor. Su amplio magisterio aún falta por ser estudiado y escrutado: Cartas, Instrucciones y Orientaciones tocan a todos los estratos de la Iglesia en la Arquidiócesis. Un ministerio fecundo generador de cientos de sacerdotes y diáconos y creador de Obispos y Pastores quienes conducen los destinos de varias diócesis del país. Veinte años de ministerio reflejan una dedicación celosa y fiel por difundir el Evangelio de la Vida. No han faltado persecuciones, sin embargo, en el testimonio del Cardenal Norberto Rivera Carrera se encuentra al padre y sacerdote, hermano y servidor para mostrar a Cristo, Luz de las Naciones, realizando lo escrito en el libro del profeta Ezequiel: Ser el Pastor que busca a la oveja perdida, hace volver a la descarriada, cura a la herida, robustece a la débil… Para apacentarlas en la justicia en medio de la sociedad azotada por el mal, pisoteada por la corrupción y despedazada por la violencia.
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