De la Gran Misión de 1962 a la Misión Juvenil 2013
Guillermo Gazanini Espinoza / CACM. 14 de enero.- La vocación de la Iglesia es la misión y ésta es radicada en el anuncio de la muerte y resurrección de Cristo y del Reino; desde sus inicios los apóstoles así confirmaron a las comunidades. En el Año de la Fe, el Papa Benedicto XVI ha llamado a transmitir la fe a partir del amor que brota del mismo Cristo enfatizando que el compromiso misionero de los creyentes saca fuerza y vigor del descubrimiento cotidiano de su amor, que nunca puede faltar. La fe, en efecto, crece cuando se vive como experiencia de un amor que se recibe y se comunica como experiencia de gracia y gozo. Nos hace fecundos, porque ensancha el corazón en la esperanza y permite dar un testimonio fecundo: en efecto, abre el corazón y la mente de los que escuchan para acoger la invitación del Señor a aceptar su Palabra para ser sus discípulos. (Carta Apostólica Porta Fidei, No. 7)
Los tiempos de gracia han sido momentos especiales en la vida de la Iglesia para meditar sobre su tarea y revitalizar su labor. Este tiempo particular remite a otro que le da origen: los 50 años del inicio del Concilio Vaticano II. Medio siglo atrás, la Arquidiócesis de México trazó un camino en la evangelización al proponer la Gran Misión 1962-1963, convocada por el Arzobispo Miguel Darío Miranda el 1o de mayo de 1962, en el marco del año del Concilio y de sus bodas de plata episcopales.
En ese entonces, la Iglesia mexicana preparó a sus delegados quienes serían padres conciliares; sin embargo, el estado de misión declarado en la Arquidiócesis Primada de México quiso despertar la conciencia de clérigos y laicos sobre la importancia del Concilio y la reevangelización a través de los organismos diocesanos y de las parroquias para lograr la administración de los sacramentos y de la Palabra. Miguel Darío Miranda solicitó de párrocos, capellanes y vicarios todo su empeño pastoral y llevar a cabo la “magna obra” que representó la Gran Misión de 1962.
Las tareas iniciaron en una organización de las parroquias en veintisiete sectores, cada uno de ellos bajo la dirección de un “párroco piloto” quien incitaría a los sacerdotes de sus sectores para responder con celo apostólico a la Gran Misión bajo el signo de la unidad con el Pastor de la Arquidiócesis. Durante cinco meses, desde mayo a octubre, la sectorización, comisiones, generación de materiales y estrategias estuvieron bajo la rectoría y dirección del obispo auxiliar Francisco Orozco Lomelín, Vicario General y Presidente de la Comisión Central de la Gran Misión. Lunes, miércoles y viernes fueron los días dedicados a la oración invocando la asistencia del Espíritu Santo por el éxito de la Gran Misión, las plegarias de la misa de Jesucristo, Sumo y Eterno sacerdote, la solicitud de lluvias -1962 fue un año que registró una sequía extremadamente severa en el territorio mexicano- y por las vocaciones a la vida religiosa, sin dejar a un lado la recitación del Rosario.
En 1962, la Ciudad de México era una urbe en crecimiento vertiginoso. Ese año, el Arzobispo de México recibió al Presidente de los Estados Unidos de América, John F. Kennedy en la Basílica de Guadalupe. El Jefe del Departamento del Distrito Federal, Ernesto Uruchurtu, inició importantes obras de infraestructura de la Ciudad, como la avenida Ignacio Zaragoza, y la expansión de la mancha urbana comenzó para albergar a una población de casi cinco millones y medio de habitantes.
A esa población se dirigió el propósito de la Gran Misión. El Arzobispo de México quería que la recristianización de la Ciudad provocara una impresión profunda, un movimiento de conciencias para inducir al arrepentimiento y a la recepción de los sacramentos, “Haremos cuanto esté de nuestra parte –decía el mensaje de la Gran Misión- a fin de que esta meta de la Misión tenga también su realización lo más profunda y lo más copiosa posible… “Nuestra Misión mirará sobre todo a recristianizar a México empezando por la familia, y justamente en la raíz del cristianismo, esto es en la fe. Una vez vivificada esta raíz, el sentido moral florecerá de nuevo”.
El mejor vehículo para hacer presente a Dios a los fieles de la Arquidiócesis fue el testimonio. Para el Arzobispo Miguel Darío Miranda, el éxito de la Misión estaría fundado en presentar a quienes no creen la esencia misma de nuestras relaciones con Dios como centro de todas las verdades cristianas. Era preciso que en la Gran Misión de 1962 se hablara más de Dios para hacer sentir a las almas, tanto de los que están cerca como de los que están lejos, la experiencia vibrante que da un contacto personal con el de Dios vivo. La Gran Misión de 1962 apostó por este impacto en los no creyentes, la sensibilidad de los alejados, de los que padecen y sufren; de los necesitados de un rayo de esperanza en Jesús que ha revelado en misterio de Dios. Por ello, la familia sería la privilegiada en el mensaje misionero de hace medio siglo.
En la apertura del Concilio en 1962, la Arquidiócesis de México celebró el Día de la Fe, el 12 de octubre, uniéndose a las intenciones de la Conferencia del Episcopado Mexicano. Se ordenó la solemne profesión de fe en parroquias, vicarías fijas y capellanías en la hora de mayor asistencia de fieles disponiendo, además, días de oración, los lunes por la Gran Misión; los miércoles, la oración de la misa de Jesucristo Sumo y Eterno sacerdote y los viernes las misas votivas del Espíritu Santo por el desarrollo del Concilio Vaticano II.
Cincuenta años después, el sucesor del Cardenal Miguel Darío Miranda convoca a una nueva misión que se dirige a uno de los sectores más castigados y vulnerables de México. En el marco de la peregrinación anual de la Arquidiócesis de México, el sábado 12 de enero, el Cardenal Norberto Rivera Carrera llama a la Iglesia a iniciar, el 9 de febrero, una misión con el propósito fundamental de “trabajar por la evangelización de las nuevas generaciones, con todos los esfuerzos que esto implique, para suscitar en ellas la fe y hacer que esta crezca de tal manera que vivan de forma madura su adhesión a Cristo y su comunión con la Iglesia. Se trata de propiciar el encuentro vital con Cristo para que él sea el centro de la vida de cada persona y sea el quien anime e ilumine la vida de las familias y las comunidades”.
Y esta es la tarea de la Misión Juvenil: Ir por los jóvenes alejados para ofrecer, como lo haría hace 50 años la Gran Misión de 1962, la experiencia vibrante del Dios vivo a los jóvenes, críticos y defraudados por las autoridades, sean civiles, políticas o eclesiásticas, para transformar su realidad y situación. Y en la Ciudad de México, los jóvenes se encuentran una situación crítica. A mediados de la década pasada, de los 740,280 jóvenes entre 15 y 19 años del Distrito Federal, 32% no asistían a la escuela; en desempleo, los jóvenes sin actividad remunerada, de 20 a 29 años, representan el 36.7% de las personas desocupadas en el Distrito Federal. A esto hay que sumar los índices de drogadicción, de un millón de estudiantes de entre los 11 y 15 años, más de 180 mil han probado algún tipo de estupefaciente y es alarmante conocer cómo niños y jóvenes se inician, desde muy temprana edad, en el consumo de drogas, además de la explotación y violencia a las que son sometidos.
Este es el panorama en los 50 años de apertura del Concilio y en el Año de la Fe; como hizo la Iglesia Arquidiocesana en 1962, la Misión Juvenil 2013 mira a la atención de ese sector tan importante de nuestra población, que forma parte determinante del presente y del futuro de la historia y, por tanto de nuestra Iglesia: El propósito fundamental de la misión juvenil es trabajar por la evangelización de las nuevas generaciones con todos los esfuerzos que esto implique, para suscitar en ellas la fe y hacer que ésta crezca de tal manera que vivan de forma madura su adhesión a Cristo y su comunión con la Iglesia. Se trata de propiciar el encuentro vital con Cristo, para que él sea el centro de la vida de cada persona y sea él quien anime e ilumine la vida de las familias y las comunidades. La evangelización exige como meta la referencia explícita al Señor, que lleve a la fe en él. Es favorecer en las personas y en las comunidades la obra del Espíritu que el Padre nos regala, nos identifica con Jesús- Camino, abriéndonos a su misterio de salvación para que seamos hijos suyos y hermanos unos de otros; nos identifica con Jesús-Verdad, enseñándonos a renunciar a nuestras mentiras y propias ambiciones, y nos identifica con Jesús-Vida, permitiéndonos abrazar su plan de amor y entregarnos para que otros “tengan vida en Él” (Orientaciones Pastorales 2013, Vivir la Fe para una Nueva Evangelización en la Ciudad, Núm. 77).