Herencia nefasta
Editorial. SIAME / 22 de abril.- La Ciudad de México ha recibido de la administración política anterior una nefasta y criminal herencia en relación a la falta de respeto a la vida humana, con la aprobación de la Ley del Aborto desde el 24 de abril de 2007. Con la inocente máscara de promover “los derechos reproductivos de la mujer”, algunas organizaciones civiles y el Gobierno del Distrito Federal han propiciado mayor violencia hacia la mujer y una de las actitudes más inhumanas de la sociedad hacia la vida misma: el aborto.
Las estadísticas que se tienen en el mundo entero han mostrado que la legalización del aborto ha provocado que aumente su práctica de manera desproporcionada, convirtiéndose en una especie de “método de control natal” ante la falla de los anticonceptivos o la irresponsabilidad en la vida sexual. Lo que sucede en el Distrito Federal es especialmente ilustrativo: de cerca de cinco mil abortos en el 2007, se llegó a la alarmante cifra de 20 mil 421 sólo en 2012, de los cuales, más del 50% se practicaron en mujeres menores de 25 años, la mayoría, solteras o en unión libre, lo que nos hace ver la problemática de fondo; es decir, la desestructuración del núcleo familiar como base del desarrollo personal. Por supuesto que en una sociedad marcadamente católica, la mayoría de quienes practican el aborto se declaran católicas, lo que nos muestra también la falta de formación religiosa y de congruencia con las propias convicciones.
Muchos tratarán de hacer de esta fecha un motivo de fiesta por una falsa concepción de los derechos humanos; otros no podemos dejar de manifestar nuestra preocupación porque mediante este tipo de leyes se propicia una doble agresión, igualmente indignante: hacia la vida humana, porque se le aniquila mediante un envenenamiento químico o una desmembración quirúrgica –lo que convierte al aborto en acto violento y criminal en sí mismo–; y por otra parte, hacia la mujer, que vive una experiencia traumática de principio a fin, que la hace más vulnerable ante los demás y la deja en conflicto permanente consigo misma.
Debemos buscar nuevas formas para resolver los problemas reales de la sociedad. No podemos ignorar de ninguna manera el drama que se vive ante un embarazo no deseado, provocado de manera violenta o, simplemente, en condiciones adversas. Pero ante un problema que queremos solucionar, no podemos generar otro mayor, como sucede con este tipo de leyes que van deshumanizando a la sociedad y creando una descomposición del tejido social. Es necesario tener el valor de reconocer los errores y buscar nuevas soluciones, comprometidos con la justicia y los valores éticos irrenunciables. Necesitamos políticos que sepan razonar sus propuestas en orden al bien común, buscando defender los derechos superiores del ser humano y no sólo políticos timoratos que se dejan amedrentar por pequeños grupos con intereses inconfesables.
Las estadísticas que se tienen en el mundo entero han mostrado que la legalización del aborto ha provocado que aumente su práctica de manera desproporcionada, convirtiéndose en una especie de “método de control natal” ante la falla de los anticonceptivos o la irresponsabilidad en la vida sexual. Lo que sucede en el Distrito Federal es especialmente ilustrativo: de cerca de cinco mil abortos en el 2007, se llegó a la alarmante cifra de 20 mil 421 sólo en 2012, de los cuales, más del 50% se practicaron en mujeres menores de 25 años, la mayoría, solteras o en unión libre, lo que nos hace ver la problemática de fondo; es decir, la desestructuración del núcleo familiar como base del desarrollo personal. Por supuesto que en una sociedad marcadamente católica, la mayoría de quienes practican el aborto se declaran católicas, lo que nos muestra también la falta de formación religiosa y de congruencia con las propias convicciones.
Muchos tratarán de hacer de esta fecha un motivo de fiesta por una falsa concepción de los derechos humanos; otros no podemos dejar de manifestar nuestra preocupación porque mediante este tipo de leyes se propicia una doble agresión, igualmente indignante: hacia la vida humana, porque se le aniquila mediante un envenenamiento químico o una desmembración quirúrgica –lo que convierte al aborto en acto violento y criminal en sí mismo–; y por otra parte, hacia la mujer, que vive una experiencia traumática de principio a fin, que la hace más vulnerable ante los demás y la deja en conflicto permanente consigo misma.
Debemos buscar nuevas formas para resolver los problemas reales de la sociedad. No podemos ignorar de ninguna manera el drama que se vive ante un embarazo no deseado, provocado de manera violenta o, simplemente, en condiciones adversas. Pero ante un problema que queremos solucionar, no podemos generar otro mayor, como sucede con este tipo de leyes que van deshumanizando a la sociedad y creando una descomposición del tejido social. Es necesario tener el valor de reconocer los errores y buscar nuevas soluciones, comprometidos con la justicia y los valores éticos irrenunciables. Necesitamos políticos que sepan razonar sus propuestas en orden al bien común, buscando defender los derechos superiores del ser humano y no sólo políticos timoratos que se dejan amedrentar por pequeños grupos con intereses inconfesables.