Juan XXIII, él vivía el Evangelio

Guillermo Gazanini Espinoza / CACM. 25 de abril.- “Quiero ser bueno siempre con todos”. Ese fue el anhelo de Angelo Giuseppe Roncalli, un deseo que a los seis años, en la edad de la primera comunión, barruntó como inocencia que al final fue la virtud más notable de una vida que influyó en la de millones, bondad hecha caridad, no sólo filantropía o hueca solidaridad, sino auténtica manera de ser a pesar de las adversidades, los reproches y las incomprensiones.
Juan XXIII no nació en cuna acomodada, tampoco fue hijo de una familia de abolengo. Cuarto hermano de trece ingresó al seminario siendo un niño, brilló su piedad e inteligencia, su prudencia y sencillez. En esos tiempos donde la Iglesia se debatía entre las ideologías políticas y sociales, el joven seminarista aprendió a amarla y sentir con ella. Como en su niñez, comenzó a anhelar la santidad a la manera de otros grandes jóvenes santos. Sus escritos, el Diario del Alma, revelan la clave de su conversión: “La santidad no está en lo accidental de los santos –decía- debo obtener la sustancia de las virtudes. Debo buscar la santidad en un camino personal, de acuerdo a mi propia naturaleza, mi carácter y mis distintas condiciones de vida. Dios quiere que sigamos el ejemplo de los santos absorbiendo la sabia vital de sus virtudes para que esté en nuestra sangre adaptadas a nuestras capacidades individuales y circunstancias particulares. Si san Alfonso hubiera sido como yo, hubiera sido santo de otra manera…”
Enviado a Roma para profundizar sus estudios, tuvo un impacto especial al encontrarse con San Pío X quien lo animó en su sacerdocio, ordenación recibida en agosto de 1904. La carrera eclesiástica de Roncalli no fue meteórica o vertiginosa, pero sí llena de esos misteriosos designios donde cada hecho se enlaza para consumar una gran obra conocida sólo por Dios. Su vida interior se enmarcó en una rígida disciplina la cual parecería, en nuestros días, anticuada y desfasada, sobre todo por el trato a los demás, con el celo que implica un alma sacerdotal y saber cuidar el don de la vocación. Es conocida su etapa como secretario del obispo de Bérgamo, monseñor Radini Tadeschi, un prelado ocupado profundamente en la cuestión social, entregado a la causa obrera y firme defensor de los principios de la naciente doctrina social de León XIII; el ejemplo de su mentor calaría hondo en el alma sacerdotal del joven secretario quien optó por la causa de la justicia iluminada por la opción de la doctrina cristiana.
Sin embargo, el talento de Roncalli no tardó en llamar la atención de Roma cuando fue requerido a la organización de las misiones del centro de Italia; Pío XI lo ordenó obispo en reconocimiento de su celo por la labor misionera. El 19 de marzo de 1925, en Roma, fue consagrado y antes se había preparado para ser merecedor de esta dignidad explicando su identidad como obispo, su trabajo y su relación en la Iglesia. Escribía sobre el significado de las vestiduras episcopales, si bien un símbolo, también reflejo del “esplendor del alma”, en su ministerio de reconciliación, de edificación.
A nuestros ojos, el ascenso de Juan XXIII podría parecer un escalafón para ser agradable a los superiores; pero el Papa del Concilio vio siempre en la Iglesia a una institución sobrenatural, convencido de que la voluntad de Dios podía ser manifestada en los órganos eclesiásticos. En sus misiones diplomáticas trató siempre de conciliar, ser agradable y jamás provocar enfrentamientos. Sus escritos y discursos guardan el secreto de una misión diplomática exitosa; en 1954 afirmaría cuál era la clave en la vida de un embajador del Papa: “La vida es como una gran y continua misa, donde aparece la substancia del sacrificio que celebra, pero antes y después del canon está el aprendizaje interminable, la oración y la alabanza que son alegría del alma, el deleite del corazón del sacerdote y la edificación de los fieles para fortalecer sus corazones”. Y había otro gran secreto, el diplomático de la Santa Sede debería ser como un libro cerrado con siete sellos para ser abierto solamente en la presencia del Papa. Alegría confianza, fidelidad y santidad. Un diplomático con un talante que supo ganar a los enemigos por las cosas sencillas, tolerar la persecución y hacer de ella un medio de santificación.
En junio de 2006, la revista española de pensamiento y cultura El Ciervo, publicó una entrañable y reveladora conversación del arzobispo Loris Capovilla, creado cardenal en el último consistorio del Papa Francisco. Al momento de la entrevista, quien fue secretario particular de Juan XXIII contaba con 90 años de edad y la lucidez de mente para recordar los detalles significativos del nuevo santo.
Monseñor Capovilla no dudó en decir que Juan era bueno, no se esforzaba o aparentaba pasar por bueno sino que realmente era bueno aún si era pisoteado o humillado. Cuando uno ha sido así, se puede decir que ha llegado a la cúspide del cristianismo que no consiste en el martirio cruel y sangriento. Ser siempre simple y prudente es la cima de la vida cristiana, afirmaría el nonagenario obispo.
La vida de Juan XXIII era la de un realismo evangélico. Lloró, rezó, pacificó a sí mismo y olvidaba las ofensas recibidas. Fue un campeón del perdón. En la fase de esta inminente canonización, se le llama el Papa moderno y revolucionario. Quizá nuestra expectativa de él esté erróneamente influenciada por la forma de concebir al mundo por los cambios vertiginosos, la rápida caducidad y la novedad de lo técnico. Sus biógrafos opinan distinto. El realismo de Juan tuvo por modernidad la del Evangelio en la forma como él confío en la Buena Noticia, en su poder que ilumina el misterio de la humanidad y de cada hombre y mujer. La tarea del Papa, ya en su ministerio como Supremo Pastor, no era intervenir en la realidad humana para destruir, por el contrario, su fidelidad a Cristo le compelió a vivir en el mundo y estar en el mundo para la salvación de las almas. Esto es trascendental para comprender el por qué de un Concilio para la Iglesia.
La figura de Juan refulge como la de un ser humano con virtudes y defectos atrapado en un triángulo de caridad, fe y justicia social; la pastoralidad permeó para hacer de su vida contemplativa un testimonio de acción evangélica en la esperanza. En el Año de la Fe, el deseo de los últimos pontífices, Benedicto XVI y Francisco, fue honrar a Juan, Papa del Concilio, Papa del Pueblo y párroco del mundo quien comprendió que la Iglesia debería primerear, salir al encuentro del otro y mostrar a los obispos que su dignidad proviene del Único pastor para gloria de Él y no para ostentar un cargo desde la vanidad.
Los mexicanos, con el paso del tiempo quizá, hemos olvidado esta gran herencia; a nuestras actuales generaciones no les hemos infundido el aprecio por este Papa amante de la humanidad, alegre y convencido de vivir en la Iglesia de Cristo y de servir a Ella, por creer realmente lo que le fue entregado y dispensar los misterios de la salvación a los demás; de ser feliz y orgulloso de profesar la fe católica, de ser pecador mirado misericordiosamente y de evocar, en sus palabras, lo que más vale en la Vida: Jesucristo Bendito. Monseñor Loris Capovilla, su secretario, lo resumiría de manera excelente en aquella entrevista de 2006, Es hora de dejar las cosas bien claras, él no trajo grandes cambios a la Iglesia. Cuando se decía ¨El Papa ha ido a ver a los presos¨ ¿Pero a quién debe ir a ver? ¿A los señores del Grand Hotel? Decían: ¨¡El Papa quiere a los niños!¨ ¡Y yo también! ¨¡El Papa está por la paz!¨ ¿Y cómo no? No va a estar por la guerra. El discurso es este: él vivía el Evangelio.