A la guerra sin fusil



Editorial CCM / Parece que el huachicol es esta en todas partes. El presidente de la República así lo diría en alguna de sus conferencias mañaneras emprendiendo su propia guerra contra un mal infiltrado hasta la médula de las comunidades más humildes y en los grandes negocios de cuello blanco, todo está plagado… “el gobierno de huachicol: hay huachicol en las distintas áreas del gobierno, huiachicol en la compra de medicinas, huachicol en la industria eléctrica; huichicol también en la construcción de obras, huachicol arriba y abajo”.

La paradójica explosión del lucrativo negocio combustible robado tiene sus antecedentes cuando en el 2006, se detectaron localizadas perforaciones de ductos. Esto fue in crescendo sin que nadie actuara conforme a la ley protegiendo un naciente y redituable manantial de ingresos. Se afirma que en 2010 había sólo 691 tomas clandestinas en ductos transportadores de PEMEX; para el 2011, la cifra saltó a 1361; un año después se duplicó. Para 2018, la sangría petrolera no se midió sólo en ductos perforados, también en el número de barriles robados: 58 mil 200 a diariamente y 12 mil 580 perforaciones sólo de enero a octubre. La guerra frontal contra el huachicol en la presente administración provocó afectaciones mayores que la población resintió en este primer mes de 2019 cuando ciudades y localidades afrontan el desbasto y encarecimiento de productos de primera necesidad como si hubiera guerra activa y, en este punto, más de 100 muertos por la tremenda explosión en un ducto del Estado de Hidalgo en la que hay más preguntas que respuestas.

Ha sido explorado y documentado que el robo de combustibles se convirtió en boyante negocio de los cárteles y refinados delincuentes de cuello blanco; sin embargo, en este mercenario tráfico hay víctimas. La gente de las comunidades olvidadas pronto vio en la extracción de combustibles el remedio de sus necesidades sin importar los peligros o las consecuencias legales. Como en el tráfico de drogas, se requería de mano de obra para tener el objeto ilícito a comerciar. Las imágenes resultan sorprendentes e inauditas y, de manera alarmante, se están haciendo comunes y normales: mujeres o niños, ancianos o jóvenes, con recipientes y cubetas, manejando combustibles, casi de forma familiar, como si se tratara de un líquido inocuo con el que han convivido toda la vida, amigable para remediar sus necesidades, generador del dinero fácil para acabar con la pobreza del campo marginado y la deprimente situación de regiones enteras. Hasta un culto religioso paralelo al de la fe católica, la del santo niño huachicolerito.

Y en esta guerra se usa al Ejército, “ese pueblo con un uniforme”, manipulado por políticos y desafiado por paisanos. Como de relato kafkiano, la tropa debe soportar afrentas, insultos, agresiones, golpes e injurias con la consigna de no repeler usando la fuerza o su poder de fuego. Porque la nueva faceta de esta guerra se toma por el eslabón más débil, el pueblo, usado por el crimen y corruptos de cuello blanco mientras el soldado raso va a una guerra sin fusil contra uno de los poderes que pretende poner en jaque al Estado mexicano, el del omnipresente huachicol.
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