Cicatrices sin curar

Marga es una mujer aparentemente feliz y con un estatus social alto. Nadie diría que lleva dentro un sufrimiento atroz que nadie puede mitigar. Es una mujer muy religiosa y llegó una tarde con el deseo de confesar.
-No padre, en el confesionario, no. Yo deseo hablar serenamente en un lugar más “normal”. Necesito quitarme una losa de encima que llevo durante muchos años.
-¿Te parece bien en el despacho parroquial?
-Si, padre, me parece un buen lugar.
Su confesión fue terrible y desgarradora. Le estaba haciendo mucha faltar soltar todo ese lastre que durante años la había atormentado. El papa Francisco tiene razón cuando ha dicho que la iglesia tiene que ser como un hospital de campaña, dispuesta a curar tantas heridas como afligen hoy a la gente, heridas incluso ocasionadas por la propia iglesia. Margarita es una mujer herida por sus propias decisiones.
-Es que…yo padre, asesiné a mi hijo. Y eso es algo que me pesa como una losa y no me deja ser feliz. Soy una asesina.
-A ver, Margarita, tranquila. Cuéntame por qué, pero con calma. Noté que sus lágrimas se deslizaban con tanta naturalidad que pensé que no era la primera vez que lloraba por esta razón.
. Es algo que nunca me he perdonado y no sé si lo haré algún día. Hay noches en que me despierto pensado que soy la asesina de mi hijo y no duermo ni puedo olvidarlo. Estoy tan arrepentida, padre, tan arrepentida de eso, que necesito urgentemente el perdón. Nunca jamás haré una cosa así, se lo prometo.
En ese momento pensé que ese pecado está reservado al obispo pero también pensé que una mujer tan arrepentida y sufriente no necesitaba pasar por más ventanillas para alcanzar el perdón de Dios. Dios la había perdonado ya en su arrepentimiento sincero y en el dolor de su pecado. Era bueno también que se sintiera ahora perdonada y aceptada por la iglesia.
-Pero ¿cómo fue eso?
-Verá, entonces yo era muy joven, tendría 17 años, cuando empecé a salir con el hombre que ahora es mi marido.
- En un momento de nuestra relación, yo me quedé embarazada. Nuestras familias no estaban preparadas para ello porque aún no nos habíamos casado, y su presión fue muy fuerte. Yo tuve mucho miedo a que se rompiera nuestro noviazgo porque lo quería con pasión, y acepté la sugerencia de practicar un aborto.
Recordé entonces que este pecado le está reservado al obispo pero también pensé en esta mujer dolorida y que no tenía por qué pasar por más situaciones difíciles y me acordé de las palabras del papa de que no podemos poner a los fieles un sacramento nuevo: el de la prohibición, sino que hemos de facilitar a los fieles el encuentro con Dios sin tantas trabas como a veces ponemos en la propia iglesia. Y, convencido de su arrepentimiento e impresionado por su sufrimiento, le di la absolución. Aquella mujer, inundada por la emoción de sentirse perdonada, parecía un mar de lágrimas. Me recordó a la mujer pecadora perdonada por Jesús: “Se le perdona todo porque ha amado mucho”. Pocas veces he visto a alguien valorar tanto el perdón de Dios, a través de la iglesia. Me dio un fuerte abrazo de agradecimiento y se marchó liberada y feliz. Cada vez que me encuentro con ella en la calle, me regala una sonrisa amplia y sincera y yo me siento muy feliz de ser sacerdote de Jesucristo. Margarita era otra tesela desprendida del mosaico de Dios que ya ha conseguido perdonarse a sí misma.
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