El mundo en el que malvivimos

Estoy en este momento en el aeropuerto de Barajas, con destino a San Antonio-Texas. He pasado por un montón de controles, porque aquí todas las personas son sospechosas hasta que no se demuestre lo contrario. Me han cacheado, me ha hecho quitarme los zapatos, me han pedido el pasaporte cuatro veces y, para colmo no figuraba mi primer apellido en el billete electrónico, sólo el segundo, lo que ha significado más consultas y trámites. Me han tomado las huellas digitales, me han fotografiado como un delincuente !desesperante! Y no me imaginaba lo que me esperaba después ya en EEUU. Yo comprendo que, después de las locuras del 11 m y del atentado contra las Torres Gemelas, hay que tener precauciones, pero no dejo de sentir una inmensa tristeza al comprobar cómo nuestro mundo se parece cada día más a una cárcel que a un paraíso. Es necesario, o mejor aún, imprescindible que nuestro mundo avance hacia cotas de mayor humanidad y libertad. Y, dándole vueltas a todo esto, he pensado que la única salida que nos queda es Jesucristo. Puedo parecer un fanático de tantos pero nadie como Él ha propuesto un ideal de vida capaz de humanizarnos de manera tan segura como el Evangelio. ¿A dónde iremos, Señor, sólo tú tienes palabras de vida eterna? (Jn. 6, 60-66)
¿En qué estamos convirtiendo esta patera que es la vida?

Viendo desde el avión los impresionantes rascacielos norteamericanos no he podido menos que regresar a mi infancia en Fuente el Fresno, por "Los Montes de Toledo", mientras conducía mis cabras por la loma de las colinas para aprovechar la flor de la jara que estallaba en mil flores blancas cubriendo toda la ladera de "Los Horcajuelos". Allí, sin controles ni pasaportes, sin alquitrán, sin contaminación, me sentía un joven libre, respirando el aroma del tomillo y el romero mientras mis cabras pastaban apaciblemente cuidadas y vigiladas de cerca por mi perrita, ¨la Linda¨, y yo contemplaba, abstraído, la flor del espliego o el vuelo de la paloma torcaz para ver si conseguía descubrir en qué arbusto anidaba aquel año. He entendido ahora la profunda decepción de Lorca en su obra "Poeta en Nueva York".

Os confieso que he sido un niño feliz cuando apenas disfrutaba de nada material. Mi familia era pobre y humilde, como no podía ser de otra manera en casa de un pastor. Y creo que esa felicidad de mi infancia, junto a mis cinco hermanos, con lo que tanto he disfrutado, es una herencia tan valiosa que siempre formará parte del mejor patrimonio de mi alma.

Con el tiempo y con las experiencias de dolor y enfermedad, he ido aprendiendo a relativizar porque todo es relativo, excepto la experiencia de un Dios pleno que es capaz de llenarte en plenitud. Tal vez este descubrimiento hizo posible que un día iluminado de mi juventud decidiera, en medio de muchas dudas y algunas oposiciones, ser consagrado y sacerdote. Necesitaré toda una vida para saberlo. Pero hoy, desde la distancia de estos últimos treinta años como sacerdote y algunos más como religioso mercedario, desde la experiencia de dolor y enfermedad que he atravesado, puedo decir, con alegría y agradecimiento, que estuve muy acertado y hoy no cambiaría por nada mi condición, a pesar de que no he sido fiel ni a mi consagración ni a mis votos, pero me consuelo pensando que donde abundó el pecado sobreabundó la gracia y que el pasado, por muy turbio que sea, ya no existe. Sólo existe el presente que nos empeñemos en construir.

Y además creo profundamente en el perdón que Dios me regala a través de la iglesia. Por eso me siento una criatura nueva, dispuesto a aprovechar este tiempo de misericordia que Dios me ha concedido sin nada a cambio. En verdad Dios ha hecho conmigo obras grandes y estoy alegre.

Cuando me encuentro, todos los días, con hombres y mujeres preocupados solamente por lo material, sin valores, sin fe, sin esperanza, me reafirmo aún más en lo privilegiado que soy. Dios se ha ido abriendo paso en mi vida, sin apenas darme cuenta, hasta ser patrimonio mío sin merecerlo; de tal manera que yo dejaría ser yo si me arrebatan el don de la fe.

Es verdad que he tenido que hacer renuncias importantes pero esas renuncias se han recompensado por mil a lo largo de mi vida. He renunciado, por ejemplo a tener un hijo. ¡Y os aseguro que es una renuncia de impacto! Ver a un niño abrazado a su padre me conmueve y me hace pensar en la experiencia que nunca disfrutaré ¡Cómo no recordar mi casa llena de niños junto a la hoguera mientras mi madre nos preparaba una deliciosa comida en la sartén al fuego en nuestra humilde casita de adobe en "Valdelagua", en pleno monte, lejos de toda civilización! ! Y fuimos tan felices! He renunciado a vivir cerca de mis padres que me lo entregaron todo y yo apenas he sido capaz de devolverles nada aparte de mi inmenso amor. Por suerte Dios me ha ido regalando, por donde he pasado, amigos y amigas, padres, hermanos y hermanas, hijos e hijas en abundancia. Porque el Evangelio está cargado de razón "Él que dejara casas y tierras, padres y hermanos y hermanas por mí y por el evangelio, recibirá tres veces más en esta vida y después la vida eterna..." Todo esto se ha cumplido en mí. En este sentido me siento muy afortunado y, tal vez por esto, no he querido renunciar, a pesar de mis evidentes limitaciones, a venir a San Antonio-Texas para acompañar a esta otra familia de Hermanas Mercedarias del Santísimo Sacramento, que Dios ha puesto en mi camino, con el disgusto de mi comunidad y la regañina cariñosa de mi familia, que estaba preocupada por mi salud y me recomendaba, encarecidamente, que no hiciera un viaje tan largo.
Volver arriba