"El liderazgo profético de Francisco" Los grandes desafíos de la Iglesia de cara al futuro

(Marco Antonio Velásquez, Telar).- En los últimos meses han ocurrido hechos significativos en la vida de la Iglesia, acompañados del protagonismo de Francisco. En ellos es evidente el afán del papa por sintonizar a la Iglesia con los grandes desafíos de la humanidad, de cara a un futuro siempre incierto y expectante.

Con la promulgación de su encíclica Laudato si, pareciera comenzar el segundo tiempo del pontificado de Francisco. Con un documento esperado, pero sin precedentes, el papa pretende abrir una nueva etapa en la historia de la Iglesia. Se trata de una perspectiva incisiva con la cual la Iglesia se hace solidaria del destino de la humanidad y de la casa común.

Con la impronta franciscana, ya no se trata sólo de reconstruir la Iglesia, sino de restaurar la creación dañada por ese afán incontrolable de apropiarse y de expoliar los bienes comunes. Con Laudato si, la Iglesia se pone a la vanguardia de los grandes desafíos del presente y del futuro, así como León XIII lo hiciera hace 124 años con la Rerum novarum.

Liderazgo profético

Los últimos viajes de Francisco revelan otro desafío, cual es servir a la justicia y a la colaboración de los pueblos, ya no sólo desde el ámbito de la denuncia, sino asumiendo un protagonismo práctico. En un terreno tan sensible como éste, el papa actúa con intrépida audacia ignaciana apostando su liderazgo moral. Bolivia, Cuba y Estados Unidos fueron un hito clave en este desafío.

Desde Bolivia lanzó aquel clamor sideral por la justicia social. En un gesto inédito, devolvió a la Iglesia su lugar evangélico natural, ubicándola definitivamente entre los pobres y marginados de un sistema económico injusto y globalizado. Sonriendo a la Teología de la Liberación y venerando a sus mártires, encontró en ella la fuerza profética para denunciar la maldad que somete a multitud de esclavizados.

Ahí transformó el Encuentro con los Movimientos Populares en un acontecimiento fundacional, concediendo carta de ciudadanía a esa Iglesia Pueblo de Dios, esbozada tímidamente en el Concilio Vaticano II y llamada a acompañar el anhelo globalizador de la solidaridad y de la esperanza.

Frente a una desgastada Iglesia jerárquica y piramidal, Francisco comprende que la Iglesia Pueblo de Dios está llamada a ser punta de lanza para transitar al futuro con fuerza, vitalidad y liderazgo.

En la cima del poder mundial

La visita a Cuba y Estados Unidos coronó el liderazgo innegable de Francisco, consiguiendo que dos países alejados por la guerra fría restablecieran relaciones diplomáticas, después de 54 años.

Tan impresionante como aquello fue lo ocurrido en Estados Unidos, donde Francisco hizo un imperioso llamado a transformar el poder en servicio. Lo hizo desde el corazón de la nación más poderosa del mundo, utilizando para ellos dos foros particularmente significativos. Por primera vez un papa habló desde el Capitolio. Dirigió al pueblo norteamericano un mensaje lleno de admiración por su historia, pero también interpeló profundamente a una sociedad repleta de contradicciones en su sistema social, político y económico. Y desde la sede de las Naciones Unidas, reclamó justicia universal a los líderes de las naciones, llamando urgentemente a enmendar el rumbo.

Con parresía profética propuso como agenda de futuro los desafíos del medio ambiente, limitar el poder de los organismos financieros, terminar con las armas nucleares, combatir el narcotráfico y el aborto, entre otras tareas.

Un tenso despertar

Es sorprendente cómo la Iglesia, de la mano de Francisco, ha recuperado espacios de protagonismo y participación. Es como si comenzara a despertar de un prolongado letargo, en cuyo proceso quedan al descubierto las tensiones que ello provoca.

Por un lado, aparece esa rigidez que busca anclar a la Iglesia a un pasado nostálgico y, por otro, aflora ese dinamismo que la impulsa a una paulatina renovación.

Mientras lo rígido encuentra su núcleo en los atrios vaticanos, su capacidad de aggiornarse despierta cuando sale más allá de las periferias romanas.

Es cuando queda al descubierto ese abismo de incomprensión entre la curia y los destinatarios del Evangelio, tan hondo como la brecha que existe entre las estructuras y la vida concreta de las personas, entre la ortodoxia y la riqueza de las realidades temporales. En medio de esa polaridad,el papa contiene e infunde esperanza.

Rebaños autónomos y conscientes

En ese contexto, el Sinodo de la Familia fue como un cable a tierra, que conectó al papa con esa dimensión intraeclesial desconcertante, donde subsiste esa Iglesia societas perfecta, llena de señorío y de pompa, que se empeña en la disciplina, en los legalismos y en la doctrina.

Maestros, excelencias y eminencias se congregaron durante tres semanas para compartir sesudas lucubraciones, destinadas a asegurar la conducción de rebaños cada vez menos subordinados.

En eso, no pocos perdieron la compostura y otros tantos rasgaron vestiduras para defender a la Iglesia de esa tímida, pero peligrosa irrupción de la misericordia pastoral. Se desplegó mucha energía para tratar de reglamentar aquello que los fieles han aprendido a resolver con autonomía y con apego a la voz de la conciencia.

La preocupación de quienes puedan y no puedan comulgar, así como cuánto respeto brindar a las personas homosexuales, no parecen alcanzar el umbral necesario para constituirse en desafíos eclesiales del futuro.

Ni una ni otra opción traerán de vuelta a quienes se han ido de la Iglesia, como tampoco evitarán el curso inexorable de la privatización de la fe y del laicismo. Todo indica que las personas seguirán separándose y divorciándose, comulgando cuando lo necesiten o conviviendo y amándose sin distinción de categorías moralistas. El principal mérito de tal empeño es la coherencia evangélica.

Sin embargo, el Sínodo de la Familia fue mucho más incisivo para aquilatar otras cuestiones de gran impacto para la vida futura de la Iglesia, como querer conceder relevancia a las decisiones en conciencia de los fieles, así como promover la autonomía de las Iglesias locales para resolver sus propios desafíos.

Se trata de dos aristas de enormes repercusiones, que apuntan a reducir el poder eclesial en la vida de las personas y en las estructuras, planteando así un gigantesco desafío.

Hacia otra forma de ser Iglesia

Mientras nuevos escándalos asolan las mazmorras vaticanas, afuera la Iglesia Pueblo de Dios parece levantarse para multiplicar esperanza, para seguir haciendo historia, compartiendo con más generosidad el pan y el vino, exigiendo a sus ministros que transformen su poder eclesiástico en escudo contra los débiles y afligidos de este mundo, porque de cumplimientos y obligaciones se encarga cada uno.

Sin embargo, hay una dolorosa tarea pendiente, la justicia a favor de las víctimas de abusos sexuales de algunos miembros del clero, incluyendo el castigo ejemplar de verdugos y cómplices. Es una herida abierta en el Cuerpo Místico de Cristo, provocada por esa Iglesia imperial, jerárquica y piramidal. Es una herida que está socavando sus fundamentos de barro, convirtiéndola en una iglesia decadente.

Mientras esa iglesia se desmorona inevitablemente, otra forma de ser Iglesia es posible, se trata de la Iglesia Pueblo de Dios. Es la Iglesia del concilio, sin castas de privilegiados, libre de clericalismo, una Iglesia de iguales, servidora, "una Iglesia pobre para los pobres". Sólo así la Iglesia puede unir su destino al de toda la humanidad, para construir juntos un mundo más justo, en paz y restaurando unidos la casa de todos.

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