Ricos, poder e integrismo a luz del Evangelio y la Iglesia

Siguiendo al Evangelio de Jesucristo y a la Tradición de la Iglesia- con sus Padres, Doctores y Santos-, el Papa Francisco nos enseña el mal, pecado e injusticia: del ser rico que causa la pobreza que sufren los pobres; de la pasividad e indiferencia ante el dolor e injusticia de los pobres (Audiencia en el Aula Pablo VI, 6-Julio 2016). Efectivamente, cuando uno lee y acoge el Evangelio de Jesucristo, se revela claramente que la riqueza es injusta (Lc 16,9), que el ser rico es incompatible con el seguimiento de Jesús. Tal como se manifiesta en el Magníficat (Lc 1,46-55), en las Bienaventuranzas y Malaventuranzas (Lc 6,20-23). En la llamada al joven rico con el trascendental dicho sobre el rico, el camello y el ojo de la aguja, Mc 10, 17-30) o en la parábola del rico Epulón y el pobre Lázaro (Lc 16, 19-31), tal como el Papa Francisco nos acaba de recordar.

Frente a los ídolos de la riqueza, del ser rico y del poder, el Papa Francisco nos transmite que la iglesia de Jesús es la “Iglesia pobre para los pobres” (EG 198), como nos transmite “nuestra fe en Cristo hecho pobre, y siempre cercano a los pobres y excluidos” (EG 186). Al igual que nos enseñaran los anteriores Papas, como San Juan XXIII en las puertas del Vaticano II, San Juan Pablo II, por ejemplo en su recodado viaje y mensaje a Brasil, o el mismo Benedicto XVI (Discurso en la Sesión inaugural de la V Conferencia general del Episcopado Latinoamericano y del Caribe).

Como nos transmite memorablemente S. Juan Pablo II, “para realizar la justicia social en las diversas partes del mundo, en los distintos Países, y en las relaciones entre ellos, son siempre necesarios nuevos movimientos de solidaridad de los hombres del trabajo y de solidaridad con los hombres del trabajo. Esta solidaridad debe estar siempre presente allí donde lo requiere la degradación social del sujeto del trabajo, la explotación de los trabajadores, y las crecientes zonas de miseria e incluso de hambre. La Iglesia está vivamente comprometida en esta causa, porque la considera como su misión, su servicio, como verificación de su fidelidad a Cristo, para poder ser verdaderamente la «Iglesia de los pobres». Y los «pobres» se encuentran bajo diversas formas; aparecen en diversos lugares y en diversos momentos; aparecen en muchos casos come resultado de la violación de la dignidad del trabajo humano: bien sea porque se limitan las posibilidades del trabajo —es decir por la plaga del desempleo—, bien porque se deprecian el trabajo y los derechos que fluyen del mismo, especialmente el derecho al justo salario, a la seguridad de la persona del trabajador y de su familia” (LE 8).

Efectivamente, nuestro Señor Jesucristo nació pobre (2 Cor 8,9), en una familia pobre. Durante su vida vivió en la pobreza, hasta el punto de no tener donde reclinar la cabeza (Lc 9, 58) y murió pobre, despojado y crucificado. Como apuntamos, toda ésta tradición del Evangelio de Jesucristo y de la iglesia, con los Santos Padres, Doctores y Santos de la iglesia nos transmiten y actualizan esta enseñanza sobre la pobreza y riqueza. Lo que se condesa en aquella famosa enseñanza de San Jerónimo, que también expresan de forma similar los otros Padres de la iglesia, "Un rico es un ladrón o heredero de ladrón” (Epístola a Hebidia, 121,1). Como nos transmite pues el Evangelio e Iglesia, las riquezas no son solo inmorales por su origen, ser rico es fruto de la injusticia, sino porque teniendo riquezas no compartimos con los pobres hasta quedarnos con lo vital, con lo necesario que por definición es dejar de ser rico. El Vaticano II (GS 69) y S. Juan Pablo II (SRS 31) nos lo han seguido recordando y profundizando con su enseñanza de la vida en la solidaridad, compartiendo ya no solo de lo que nos sobra, que es liberarte de ser rico, sino hasta de lo que necesitamos para vivir.


La Doctrina Social de la Iglesia, como ha recordado recientemente el Papa Francisco, actualiza todo ello con su magisterio sobre el destino universal de los bienes y la propiedad. “Hoy creyentes y no creyentes estamos de acuerdo en que la tierra es esencialmente una herencia común, cuyos frutos deben beneficiar a todos. Para los creyentes, esto se convierte en una cuestión de fidelidad al Creador, porque Dios creó el mundo para todos. Por consiguiente, todo planteo ecológico debe incorporar una perspectiva social que tenga en cuenta los derechos fundamentales de los más postergados. El principio de la subordinación de la propiedad privada al destino universal de los bienes y, por tanto, el derecho universal a su uso es una «regla de oro» del comportamiento social y el «primer principio de todo el ordenamiento ético-social» (LE 14). La tradición cristiana nunca reconoció como absoluto o intocable el derecho a la propiedad privada y subrayó la función social de cualquier forma de propiedad privada. San Juan Pablo II recordó con mucho énfasis esta doctrina, diciendo que «Dios ha dado la tierra a todo el género humano para que ella sustente a todos sus habitantes, sin excluir a nadie ni privilegiar a ninguno» (CA 31). Son palabras densas y fuertes. Remarcó que «no sería verdaderamente digno del hombre un tipo de desarrollo que no respetara y promoviera los derechos humanos, personales y sociales, económicos y políticos, incluidos los derechos de las naciones y de los pueblos» (SRS 33). Con toda claridad explicó que «la Iglesia defiende, sí, el legítimo derecho a la propiedad privada, pero enseña con no menor claridad que sobre toda propiedad privada grava siempre una hipoteca social, para que los bienes sirvan a la destinación general que Dios les ha dado». Por lo tanto afirmó que «no es conforme con el designio de Dios usar este don de modo tal que sus beneficios favorezcan sólo a unos pocos». Esto cuestiona seriamente los hábitos injustos de una parte de la humanidad” (LS 93).

Pues bien, como ha sido estudiado y mostrado por el propio Papa Francisco, todo este Evangelio y magisterio es rechazado por personas, grupos o movimientos que caen en la “mundanidad espiritual, en la auto-referencialidad e individualismo”. Con sus patologías del poder, de la riqueza e integrismo. Como ya analizó uno de los pensadores y teólogos más relevantes, muy admirado por los Papas, H. U. von Balthasar que hizo una crítica a toda esta tendencia o movimiento integrista que tergiversa la fe e iglesia (“Integralismus”, Neue Zürcher Nachrichten-Chrisliche Kultur). Es un peligro o tentación que nos acecha a todos y, sin caer en maniqueísmos o purismos, no quita para valorar lo bueno y verdadero de realidades de estas personas, grupos o movimientos. Pero ciertamente, estas corrientes y sectores o movimientos más reaccionarios e integristas caen en la manipulación e ideologización de la fe. Como coartada y pretexto para sacralizar e idolatrar la riqueza, el ser rico, la propiedad y el poder, el mercado y el capital. Con una teoría y práctica de un elitismo o clasismo, en alianza con los poderes y élites de este mundo, con los ricos y poderosos; con una anti-evangélica e indecente idolatría de los lujos, privilegios y ambiciones de todo tipo.

Todo lo cual, sirve para la legitimación y mantenimiento de estas ideologías y sistemas perversos de desigualdad e injusticia, del poder y la violencia u opresión que destruye la vida y dignidad de las personas, que margina y excluye a los pobres. Se tergiversa el magisterio de la iglesia con su reduccionismo e incoherencia de una supuesta defensa de la vida o de la familia, un moralismo u obsesión patológica con la afectividad-sexualidad que no es sana ni equilibrada, etc. Mientras, al mismo tiempo, se cae en la complicidad y colaboración con las inmorales e injustas desigualdades sociales que generan el hambre y la pobreza; con las lacras y males del paro o explotación laboral, la deshumanización y el mal de las guerras, armas y violencias, de la destrucción ecológica.... Tal como nos mostró S. Juan Pablo II en la EV con su bioética y justicia global que, coherentemente, defiende la vida y dignidad de las personas en todas sus fases o dimensiones. Además, rechazan la bien entendida autonomía de las realidades humanas e históricas y la adecuada laicidad de la sociedad, estado e iglesia añorando y buscando un nuevo confesionalismo teo-eclesiocrático o político, un nuevo nacionalcatolicismo. En esta línea, son admiradores e impulsan ideologías y políticos de este tipo, que propugnan el extremismo ideológico, el fascismo y formas de dictadura en contra de las democracias.

Este integrismo cae en el fanatismo de creerse cuasi Dios, en posesión de la única y absoluta verdad, de monopolizar la fe e iglesia, con alta soberbia, marginando e inferiorizando a los otros sin ver nada de lo bueno, bello y verdadero que tienen. En un tradicionalismo y purismo, catarismo y jansenismo rigorista que niega la empatía, misericordia compasiva y estima o afecto al prójimo. Con un rechazo ciego e indiscriminado del mundo moderno o actual que, en un apocalipticismo con su juicio inmisericorde, sentencia irremediablemente degenerado y condenado. La cerrazón ideológica, espiritual y la poca formación o cultura les impide establecer un dialogo amable, sereno y crítico-ético con la cultura, las ciencias y el pensamiento, con la teología y exégesis bíblica. De esta forma, por ejemplo, niegan el ecumenismo, el dialogo inter-religioso e inter-cultural, la ecología, el pacifismo y el protagonismo de la mujer con su dignidad, con sus justas exigencias. No soportan la conciencia crítica y profética, ética y social que lucha contra el mal e injusticia, contra los ídolos del poder y de la riqueza, que defiende la vida y dignidad de los pobres. Estos grupos o movimientos establecen un paramilitarismo, una exaltación de los métodos agresivos, violentos e impositivos. Con una obediencia ciega y autoritarismo, sin criterios de conciencia y discernimiento. Un fanatismo e integrismo que lleva hasta el extremismo de perpetrar la corrupción, abusos y crímenes como el abuso sexual de menores u otros hechos gravemente delictivos.

Como indicamos y se observa, en realidad, estos poderes e integrismos niegan la enseñanza de la iglesia como es, por ejemplo, el Concilio Vaticano II y la Doctrina Social de la Iglesia. Y están siendo conocidos, han sido analizados críticamente por los estudios de las ciencias de las religiones, por Obispos y por los Papas, en especial por el Papa Francisco, que los rechazan eclesial y públicamente. Se están tratando de tomar las medidas, mecanismos y reformas para irlos erradicando, las cuales hay que mantener y continuar de forma decidida, firme sin vuelta atrás. Como nos enseña la fe e iglesia, el mayor escándalo y mal para la misión evangelizadora es todo este anti-testimonio de los ídolos del poder y de la riqueza, del ser rico. Estos fundamentalismos y patologías de la ambición, la posesión y la codicia, del elitismo y clasismo, que esclaviza en el egoísmo e individualismo. Lo que impide ser testigo de la santidad en el amor solidario y la pobreza evangélica con la comunión de vida, de bienes y de compromiso por la justicia con los pobres de la tierra. Tal como nos ha revelado Dios en Jesucristo Pobre y Crucificado, en su iglesia y sus santos, testimonios de fe y de iglesia pobre con los pobres.
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