Porque aunque Dios no tiene prisa, Gaudí, donde quiera que esté, sigue esperando. Carlos RUIZ ZAFÓN: Gaudí en Manhattan

«La admiración por el arquitecto modernista Antoni Gaudí nació ya en la infancia de Ruiz Zafón, que vivía con su familia cerca de la basílica de la Sagrada Familia.  Los dragones que tanto gustaban al escritor, que lucía en camisetas, en los tampones ex-libris que estampaba en muchas de sus dedicatorias o en el anillo que lucía en sus manos son seguramente una iconografía extraída del arte modernista, que representa una revisitación del arte medieval.» «Ese amor a Gaudí, que llevó al arquitecto a alguna de las páginas de la saga que inauguró "La sombra del viento", tuvo su confirmación más reciente en un relato corto, 'Gaudí en Manhattan', que Zafón regaló a sus lectores en su propia página web

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Retrato del joven Gaudí (Apic : Getty)
Retrato del joven Gaudí (Apic / Getty)
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«GAUDÍ Y LOS DRAGONES» ES UN CUENTO DE RUIZ ZAFÓN SUTILMENTE ENRAIZADO EN  «LA  SOMBRA DEL TIEMPO» A TRAVÉS DE LA EVOCACIÓN DE «LA  SAGRADA FAMILIA» SIN MENCIONAR EL NOMBRE DE SU AUTOR.
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VENTAJAS DE LAS EDICIONES DIGITALES PARA EL INVESTIGADOR

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Una de las grandes ventajas de las ediciones digitales de las obras literarias sobre sus hermanas analógicas (impresas sobre papel) es que abren un campo enorme de posibilidades a la investigación linguística. Una de estas posibilidades es la del estudio exacto, inmediato y preciso tanto de la lexicología de la obra estudiada como de su fraseología, especialmente la de locuciones idiomáticas. Me limito aquí a la primera y más sencilla de estas dos posibilidades, que es la lexicológica.
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Compulsando la «Tetralogía: El Cementerio de los Libros Olvidados» de Carlos Ruiz Zafón observamos los siguientes resultados lexicológicos:

independencia 1, independentista 0, separatismo 0, separatista 0, República 7, republicano 2, catalán 0, catalana 13, español 63, España 77, racismo 0, Cataluña 18, Barcelona 500, Madrid 432, Gaudí 0, etc.

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EVOCACIÓN DE «LA  SOMBRA DEL TIEMPO» 

Aquel día, al regresar a la librería después de visitar el antiguo palacete de los Aldaya, me encontré con un paquete en el correo que traía matasellos de París. Contenía un libro titulado El ángel de brumas, novela de un tal Boris Laurent. Dejé pasar las hojas al vuelo, sintiendo ese perfume mágico a promesa de los libros nuevos, y detuve la vista en el arranque de una frase al azar. Supe al instante quién la había escrito, y no me sorprendió regresar a la primera página y encontrar, en el trazo azul de aquella pluma que tanto había adorado de niño, la siguiente dedicatoria: Para mi amigo Daniel, que me devolvió la voz y la pluma.


Y para Beatriz, que nos devolvió a ambos la vida. Un hombre joven, tocado ya de algunas canas, camina por las calles de una Barcelona atrapada bajo cielos de ceniza y un sol de vapor que se derrama sobre la Rambla de Santa Mónica como una guirnalda de cobre líquido. Lleva de la mano a un muchacho de unos diez años, la mirada embriagada de misterio ante la promesa que su padre le ha hecho al alba, la promesa del Cementerio de los Libros Olvidados. —Julián, lo que vas a ver hoy no se lo puedes contar a nadie. A nadie. —¿Ni siquiera a mamá? —inquiere el muchacho a media voz. Su padre suspira, amparado en esa sonrisa triste que le persigue por la vida. —Claro que sí —responde—. Con ella no tenemos secretos. A ella puedes contárselo todo. Al poco, figuras de vapor, padre e hijo se confunden entre el gentío de las Ramblas, sus pasos para siempre perdidos en la sombra del viento.

2. Interior de la Sagrada Familia

  1. Ilustración inspirada en una imagen del interior de la Sagrada Familia, fotografiada por Francesc Català-Roca.
  2. Interior de la Sagrada Familia, fotografiada por Francesc Català-Roca.

Fuente: Zafón, Carlos Ruiz. Tetralogía El Cementerio de los Libros Olvidados (pack) (Spanish Edition) . Grupo Planeta. Édition du Kindle.

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Gaudí en Manhattan

Carlos Ruiz Zafón

 21/06/2020 03:24 | Actualizado a 21/06/2020 11:06

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Años más tarde, contemplando el cortejo funerario de mi maestro desfilar por el paseo de Gracia, habría de recordar el año que conocí a Gaudí y mi destino cambió para siempre. Aquel otoño yo había llegado a Barcelona para ingresar en la escuela de arquitectura. Mis sueños de conquistar la ciudad de los arquitectos dependían de una beca que apenas cubría el coste de la matrícula y el alquiler de un cuarto en una pensión de la calle del Carmen. A diferencia de mis compañeros de estudios con trazas de señorito, mis galas se reducían a un traje negro heredado de mi padre que me venía cinco tallas más ancho y dos más corto de la cuenta. En marzo de 1908 mi tutor, don Jaume Moscardó, me convocó a su despacho para evaluar mi progreso y, sospeché, mi infausta apariencia.

–Parece usted un pordiosero, Miranda –sentenció–. El hábito no hace al monje, pero al arquitecto ya es otro cantar. Si anda corto de emolumentos quizá yo pueda ayudarle. Se comenta entre los catedráticos que es un usted un joven despierto. Dígame, ¿qué sabe de Gaudí?

Gaudí. La sola mención de aquel nombre me inducía escalofríos. Había crecido soñando con sus bóvedas imposibles, sus arrecifes neogóticos y su primitivismo futurista. Gaudí era la razón por la cual deseaba convertirme en arquitecto y mi mayor aspiración, amén de no perecer de inanición durante aquel curso, era llegar a absorber una milésima de la matemática diabólica con la que el arquitecto de Reus, mi moderno Prometeo, sostenía el trazo de sus creaciones.

–Soy el más grande de sus admiradores, atiné a contestar.

–Ya me lo temía.

Detecté en su tono aquel deje de condescendencia con que, ya por entonces, solía hablarse de Gaudí. Por todas partes sonaban campanas de difuntos para lo que algunos llamaban modernismo, otros simplemente afrenta al buen gusto. La nueva guardia urdía una doctrina de brevedades, insinuando que aquellas fachadas barrocas y delirantes que con los años acabarían por conformar el rostro de la ciudad debían ser crucificadas públicamente. La reputación de Gaudí empezaba a ser la de un loco huraño y célibe, un iluminado que despreciaba el dinero (el más imperdonable de sus crímenes) y cuya única obsesión era la construcción de una catedral fantasmagórica en cuya cripta pasaba la mayor parte de su tiempo ataviado como un mendigo, tramando planos que desafiaban a la geometría y convencido de que su único cliente era el Altísimo

–Gaudí está ido, prosiguió Moscardó. Ahora pretende colocar una Virgen del tamaño del coloso de Rodas encima de la casa Milà en pleno paseo de Gracia. Té collons. Pero loco o no, y esto que quede entre nosotros, no ha habido ni volverá a haber un arquitecto como él.

–Eso mismo pienso yo, aventuré.

–Entonces ya sabe usted que no vale la pena que intente convertirse en su su­cesor. El augusto catedrático debió de leer la desazón en mi mirada.

–Pero a lo mejor puede usted convertirse en su ayudante. Uno de los Llimona me comentó que Gaudí necesita alguien que hable inglés, no me pregunte para qué. Lo que necesita es un intérprete de castellano, porque el muy cabestro se niega a hablar otra cosa que no sea catalán, especialmente cuando le presentan a ministros, infantas y principitos. Yo me ofrecí a buscar un candidato. ¿Du llu ispic inglich, Miranda?

Tragué saliva y conjuré a Maquiavelo, santo patrón de las decisiones rápidas.

–A litel.

–Pues congratuleixons, y que Dios le pille a usted confesado.

Aquella misma tarde, rondando el ocaso, emprendí la caminata rumbo a la Sagrada Família, en cuya cripta Gaudí tenía su estudio. En aquellos años el ensanche se desmenuzaba a la altura del paseo San Juan. Más allá se desplegaba un espejismo de campos, fábricas y edificios sueltos que se alzaban como centinelas solitarios en la retícula de una Barcelona prometida. Al poco las agujas del ábside del templo se perfilaron en el crepúsculo, puñales contra un cielo escarlata. Un guarda me esperaba a la puerta de las obras con una lámpara de gas. Le seguí a través de pórticos y arcos hasta la escalinata que descendía al taller de Gaudí.

Encontré un hombrecillo de cabello cano con los ojos más azules que he visto en mi vida y la mirada de quien ve lo que los demás sólo pueden soñar...Tenía sonrisa de niño, de magia y misterios.

Me adentré en la cripta con el corazón latiéndome en las sienes. Un jardín de criaturas fabulosas se mecía en la sombra. En el centro del estudio cuatro esqueletos pendían de la bóveda en un macabro ballet de estudios anatómicos. Bajo esa tramoya espectral encontré un hombrecillo de cabello cano con los ojos más azules que he visto en mi vida y la mirada de quien ve lo que los demás sólo pueden soñar. Dejó el cuaderno en el que esbozaba algo y me sonrió. Tenía sonrisa de niño, de magia y misterios.

–Moscardó le habrá dicho que estoy como un llum y que nunca hablo español. Hablarlo lo hablo, aunque sólo para llevar la contraria. Lo que no hablo es inglés y el sábado me embarco para Nueva York. ¿Vós sí que el parleu l’anglès, oi, jove?

Aquella noche me sentí el hombre más afortunado del universo compartiendo con Gaudí conversación y la mitad de su cena, un puñado de nueces y hojas de lechuga con aceite de oliva.

–¿Sabe usted lo que es un rascacielos?

A falta de experiencia personal en la materia desempolvé las nociones que en la facultad nos habían impartido acerca de la escuela de Chicago, los armazones de aluminio y el invento del momento, el ascensor Otis.

Dibujo original del  rascacielos Hotel Attraction, que diseñó Gaudí entre 1908 y 1911 para  la ciudad de Nueva York
Dibujo original del rascacielos Hotel Attraction, que diseñó Gaudí entre 1908 y 1911 para la ciudad de Nueva York (MIGUEL RAJMIL / EFE)

–Bobadas, atajó Gaudí. Un rascacielos no es más que una catedral para gente que en vez de creer en Dios cree en el dinero.

Supe así que Gaudí había recibido una oferta de un magnate para construir un rascacielos en plena isla de Manhattan y que mi función era actuar como intérprete en la entrevista que debía tener lugar en nueve días en el Waldorf-Astoria entre Gaudí y el enigmático potentado. Pasé los tres días siguientes encerrado en mi pensión repasando gramáticas de inglés como un poseso. El viernes, al alba, tomamos el tren hasta Calais, donde cruzaríamos el canal hasta Southampton para embarcar en el Lusitania. Tan pronto abordamos el crucero, Gaudí se retiró al camarote envenenado de nostalgia de su tierra. No salió hasta el atardecer del día siguiente, cuando le encontré sentado en la proa contemplando el sol desangrarse en un horizonte prendido de zafiro y cobre.

–Això sí que és arquitectura, feta de vapor i de llum. Si vol aprendre, ha d’estudiar la natura.

La travesía se convirtió para mí en un curso acelerado y deslumbrante. Cada tarde recorríamos la cubierta y hablábamos de planos y ensueños, incluso de la vida. A falta de otra compañía, y quizá intuyendo la adoración religiosa que me inspiraba, Gaudí me brindó su amistad y me mostró los bosquejos que había hecho de su rascacielos, una aguja wagneriana que de hacerse realidad podía convertirse en el objeto más prodigioso jamás construido por la mano del hombre. Las ideas de Gaudí cortaban la respiración, y aun así no pude dejar de advertir que no había calor ni interés en su voz al comentar el proyecto. La noche antes de nuestra llegada me atreví a hacerle la pregunta que me carcomía desde que habíamos zarpado. ¿Por qué deseaba embarcarse en un proyecto que podía llevarle meses, o años, lejos de su tierra y sobre todo de la obra que se había convertido en el propósito de su vida? De vegades per fer l’obra de Déu cal la mà del dimoni. Me confesó entonces que si se avenía a erigir aquella torre babilónica en el corazón de Manhattan, su cliente se comprometería a costear la terminación de la Sagrada Família. Aún recuerdo sus palabras: Déu no té pressa, però jo no viuré per sempre…

Llegamos a Nueva York al atardecer. Una niebla malévola reptaba entre las torres de Manhattan, la metrópolis perdida en fuga bajo un cielo púrpura de tormenta y azufre. Un carruaje negro nos esperaba en los muelles de Chelsea y nos condujo por cañones tenebrosos hacia el centro de la isla. Espirales de vapor brotaban entre los adoquines y un enjambre de tranvías, carruajes y estruendosos mecanoides recorrían furiosamente aquella ciudad de colmenas infernales apiladas sobre mansiones de leyenda.

Gaudí observaba el espectáculo con mirada sombría. Sables de luz sanguinolenta acuchillaban la ciudad desde las nubes cuando enfilamos la Quinta Avenida

Gaudí observaba el espectáculo con mirada sombría. Sables de luz sanguinolenta acuchillaban la ciudad desde las nubes cuando enfilamos la Quinta Avenida y vislumbramos la silueta del Waldorf-Astoria, un mausoleo de mansardas y torreones sobre cuyas cenizas se alzaría veinte años más tarde el Empire State Building. El director del hotel acudió a recibirnos personalmente y nos informó que el magnate nos recibiría al anochecer. Yo iba traduciendo al vuelo; Gaudí se limitaba a asentir. Fuimos conducidos hasta una lujosa habitación en la sexta planta, desde la que se podía contemplar toda la ciudad sumergiéndose en el crepúsculo. Le brindé al mozo una buena propina y averigüé así que nuestro cliente vivía en una suite situada en el último piso y nunca salía del hotel. Cuando le pregunté qué clase de persona era y qué aspecto tenía, me respondió que él no lo había visto jamás y partió a toda prisa. Llegada la hora de nuestra cita, Gaudí se incorporó y me dirigió una mirada angustiada. Un ascensorista ataviado de es­carlata nos esperaba al final del ­corredor.

Mientras ascendíamos observé que Gaudí palidecía, apenas capaz de sostener la carpeta con sus bocetos. Llegamos a un vestíbulo de mármol frente al que se abría una larga galería. El ascensorista cerró las puertas a nuestra espalda y la luz de la cabina se perdió en las profundidades. Fue entonces cuando advertí la llama de una vela avanzando hacia nosotros por el corredor. La sostenía una figura esbelta enfundada en blanco. Una larga cabellera negra enmarcaba el rostro más pálido que recuerdo, y sobre él, dos ojos azules que se clavaban en el alma. Dos ojos idénticos a los de Gaudí.

–Welcome to New York.

Nuestro cliente era una mujer. Una mujer joven, de una belleza turbadora, casi dolorosa de contemplar. Un cronista victoriano la habría descrito como un ángel, pero yo no vi nada angelical en su presencia. Sus movimientos eran felinos, su sonrisa reptil. La dama nos condujo hasta una sala de penumbras y velos que prendían al reluz de la tormenta. Tomamos asiento. Uno a uno, Gaudí fue mostrando sus bosquejos mientras yo traducía sus explicaciones. Una hora, o una eternidad, más tarde, la dama me clavó la mirada y relamiéndose de carmín me insinuó que ahora debía dejarla a solas con Gaudí. Miré al maestro de reojo. Gaudí asintió, impenetrable. Combatiendo mis instintos le obedecí y me alejé hacia el corredor, donde la cabina del ascensor ya abría sus puertas. Me detuve un instante para mirar atrás y contemplé cómo la dama se inclinaba sobre Gaudí y, tomando su rostro en las manos con infinita ternura, le besaba en los labios.

Lo último que vi antes de que el ascensor cerrase sus puertas fueron las lágrimas sobre el rostro de Gaudí, ardientes como perlas envenenadas

Justo entonces el aliento de un relámpago prendió en la sombra y por un instante me pareció que no había una dama junto a Gaudí, sino una figura oscura y cadavérica, con un gran perro negro tendido a sus pies. Lo último que vi antes de que el ascensor cerrase sus puertas fueron las lágrimas sobre el rostro de Gaudí, ardientes como perlas envenenadas.

Al regresar a la habitación me tendí en el lecho con la mente asfixiada de náusea y sucumbí a un sueño ciego. Cuando las primeras luces me rozaron el rostro corrí hasta la cámara de Gaudí. El lecho estaba intacto y no había señales del maestro. Bajé a recepción a preguntar si alguien sabía algo de él. Un portero me dijo que una hora antes le había visto salir y perderse Quinta Avenida arriba, donde un tranvía había estado a punto de arrollarle. Sin poder explicar muy bien por qué, supe exactamente dónde le encontraría.

Recorrí diez bloques hasta la catedral de St. Patrick’s, desierta a aquella hora temprana. Desde el umbral de la nave vislumbré la silueta del maestro arrodillado frente al altar. Me aproximé y me senté a su lado. Me pareció que su rostro había envejecido veinte años en una noche, adoptando aquel aire ausente que le acompañaría hasta el final de sus días. Le pregunté quién era aquella mujer. Gaudí me miró, perplejo. Comprendí entonces que sólo yo había visto a la dama de blanco y, aunque no me atreví a suponer qué fue lo que había visto Gaudí, tuve la certeza de que su mirada había sido la misma.

Aquella misma tarde embarcamos de regreso. Contemplábamos Nueva York desvanecerse en el horizonte cuando Gaudí extrajo la carpeta con sus bocetos y la lanzó por la borda. Horrorizado, le pregunté qué pasaría entonces con los fondos necesarios para terminar las obras de la Sagrada Família. Déu no té pressa i jo no puc pagar el preu que se’m demana.

Mil veces le pregunté en la travesía qué precio era aquel y cuál era la identidad del cliente que habíamos visitado. Mil veces me sonrió, cansado, negando en silencio

Mil veces le pregunté en la travesía qué precio era aquel y cuál era la identidad del cliente que habíamos visitado. Mil veces me sonrió, cansado, negando en silencio. Al llegar a Barcelona mi empleo de intérprete ya no tenía razón de ser, pero Gaudí me invitó a visitarle siempre que lo deseara. Volví a la rutina de la facultad, donde Moscardó esperaba ansioso por sonsacarme.

–Fuimos a Manchester a ver una fábrica de remaches, pero volvimos a los tres días porque Gaudí dice que los ingleses sólo comen buey cocido y le tienen ojeriza a la Virgen.

–Té collons.

Tiempo después, en una de mis visitas al templo, descubrí en uno de los frontones un rostro idéntico al de la dama de blanco. Su figura, entrelazada en un remolino de serpientes, insinuaba un ángel de alas afiladas, luminoso y cruel. Gaudí y yo nunca volvimos hablar de lo sucedido en Nueva York. Aquel viaje siempre sería nuestro secreto. Con los años me convertí en un pasable arquitecto y merced a la recomendación de mi maestro obtuve un puesto en el taller de Hector Guimard en París.

Fue allí donde, veinte años después de aquella noche en Manhattan, recibí la noticia de la muerte de Gaudí. Tomé el primer tren para Barcelona, justo a tiempo de ver pasar el cortejo fúnebre que le acompañaba hasta su sepultura en la misma cripta donde nos habíamos conocido. Aquel día envié mi renuncia a Guimard. Al atardecer rehíce el camino hasta la Sagrada Família que había recorrido para mi primer encuentro con Gaudí. La ciudad abrazaba ya el recinto de las obras y la silueta del templo escalaba un cielo sangrado de estrellas. Cerré los ojos y, por un momento, pude verlo terminado tal y como sólo Gaudí lo había visto en su imaginación. Supe entonces que dedicaría mi vida a continuar la obra de mi maestro, consciente de que tarde o temprano habría de entregar las riendas a otros y ellos, a su vez, harían lo propio. Porque aunque Dios no tiene prisa, Gaudí, donde quiera que esté, sigue esperando.

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