Esta mañana releía en mi libro preferido, el Cantar, un pasaje que refleja bien mi estado de ánimo Pedro-Miguel LAMET: María Magdalena, primer testigo de la resurrección de Jesús

María: el nombre en boca del amado suena a revoloteo de mariposas en el estómago, a pan caliente, hogar en invierno, trino en la mañana, cueva umbrosa en el estío. Mi nombre entre millares, pronunciado por el hombre que me había alzado con su mano, rescatándome del torrente de amargura hacia prados frescos y paisajes nuevos, felices, perfectos, nítidos.

Me tiré a tus pies, mi sitio; no podía hacer otra cosa. Y te grité con dulzura, como siempre te había llamado:

–Rabbouní. Sí, te llamé maestro, pues siempre había sido tu discípula fiel y preferida. O podría haberte llamado camino, o verdad, o vida mía, novio, esposo del alma, tesoro escondido, pan y vino...

.

MARÍA MAGDALENA, PRIMER TESTIGO DE LA RESURRECCIÓN DE JESÚS

NO SÉ CÓMO AMARTE.

Cartas de María Magdalena a Jesús de Nazaret

Papiro 23:

El jardín de la vida

Querido Jesús:

No sabría decirte cuántas veces he visitado este huerto y regado con mis lágrimas tu jardín. De algún modo, ya me siento atada a él de por vida. Mi madre amaba las flores, cultivaba azucenas y lirios morados en el patinillo de atrás: un parterre en nuestra casa de Magdala, escondido y olvidado, su lugar secreto para descansar mirándolas. Las cuidaba con delectación y se quedaba contemplándolas en silencio, como si sus pétalos efímeros la consolaran o la invitaran a creer que en este dolorido mundo es posible hallar un soplo de alegría, que un día podría quizás sonreír como ellas, sentirse querida y quién sabe si mirada por alguien. Y, cuando morían agostadas o azotadas por el viento y el frío, se entristecía al percibir en la belleza recóndita de su jardín, me imagino, un trasunto de su propia vida.

Hoy, sentada entre ellas, después de barrerlas de hojarasca y regar los manzanos, granados y sicómoros, me dispongo a escribirte, Jesús mío, creo que mi última carta. Te preguntarás por qué precisamente ahora que sé que estás vivo, aunque de otra manera, abandono estos entrañables papiros, que han sido mi único desahogo, el espejo donde me miro, me refugio, me libero charlando contigo en la intimidad de la noche. No deja de ser curioso que, por excepción, esté redactando esta última misiva a plena luz del sol.

Tú lo sabes todo, sabes que ya no debo llorar más, ni centrarme en el pasado, ni revivir recuerdos de un tiempo que definitivamente pasó y he de percibir ahora como un instante situado más allá del tiempo, un eterno presente feliz, como si te poseyera del todo, florecido tú definitivamente en el jardín secreto de este destartalado corazón.

Esta mañana releía en mi libro preferido, el Cantar, un pasaje que refleja bien mi estado de ánimo:

«Habla mi amado y me dice: ¡Levántate, amada mía, hermosa mía, ven a mí! Porque ha pasado el invierno, las lluvias han cesado y se han ido, brotan flores en la vega, llega el tiempo de la poda, el arrullo de la tórtola se deja oír en los campos; apuntan los frutos en la higuera, la viña en flor difunde perfume. ¡Levántate, amada mía, hermosa mía, ven a mí! Paloma mía, que anidas en los huecos de la peña, en las grietas del barranco, déjame ver tu figura, déjame escuchar tu voz, porque es muy dulce tu voz y es hermosa tu figura. Agarradnos las raposas, las raposas pequeñitas, que destrozan nuestras viñas, nuestras viñas florecidas. ¡Mi amado es mío y yo soy suya, paciendo entre azucenas! Mientras sopla la brisa y las sombras se alargan, retorna, amado mío…»175.

Desde que te depositamos muerto aquí al lado, pensé que tu tumba sería mi sitio, la alcoba imperecedera de un matrimonio despojado de las ridículas limitaciones que hemos puesto los seres humanos al amor: esas murmuraciones maliciosas y torvas miradas con que rodeamos el milagro más espléndido con que nos regaló la vida. Lo cercamos con vallas, empalizadas, contratos, letreros de propiedad privada, y sobre todo envidia y rivalidad, como si querer fuera un pugilato y ser querido, una afrenta a los demás.

Ahora puedo gritar más allá de este huerto, de los campos y las montañas, del tiempo y el espacio, con todas mis fuerzas:

–¡Te amo, Jesús! Te amo todo entero, con un amor que ni ata, ni parcela, ni quiere convenciones, ni exclusividad, ni muros, ni posesión; como ama la lluvia, el viento y el sol a los montes y valles de esta tierra que piso; como los pájaros a su libertad azul. Nada ni nadie podrá ya poner diques ni arrebatarme este amor.

Si hasta ahora ha sido difícil verter por escrito lo vivido antes y después de conocerte, estos últimos días están plagados de hechos indescriptibles, sensaciones nuevas y encontradas, presencias confusas y hermosos sobresaltos, que me siento incapaz de poner en orden.

Retornemos por lo pronto a la noche de tu muerte. Juan, María de Cleofás y yo la pasamos en vela, acurrucados junto a tu madre a la luz de una temblorosa candela, desde un silencio empapado de plegaria, que tan pronto abría paso a las lágrimas –sobre todo las mías– como al recuerdo de tus promesas, que, después de lo vivido, parecían imposibles de cumplirse. Habíamos asistido al más horrible espectáculo de desprecio, humillación, tortura y dolor que puede conscientemente sufrir un hombre. Sólo María, tu madre, con el corazón traspasado, repetía su canto de alabanza para infundirnos ánimos. Los demás seguíamos siendo incapaces de comprender lo que había sucedido y lo que estaba por suceder.

Antes de amanecer el día siguiente a la Pascua, María (la madre de Santiago y Juan, los de Zebedeo), Juana y yo salimos de casa, tal como habíamos quedado la noche anterior, con frascos y vendas hasta este sepulcro, con la intención de limpiar y embalsamar bien tu cuerpo. Se iniciaba una mañana clara, transparente, como de estreno, en la que los campos despertaban al sol con un penetrante y limpio perfume a tomillo y romero.

Sabíamos que podíamos encontrar dificultades. Al fin y al cabo, para tus asesinos cuidábamos los restos de un «maldito»; pero nos daba igual. Yo corrí y llegué antes. Lo primero que me sorprendió es que esa gran piedra que cierra el sepulcro estaba removida. Un joven vestido de blanco, sentado en la plataforma donde te habíamos depositado, nos dijo:

–No está aquí, ¡ha resucitado!

Puedes imaginar la expresión de nuestros rostros. No sabía si darle crédito, pero como loca regresé a la ciudad, a avisar a los discípulos, que estaban escondidos y amedrentados. Al principio no me creyeron. Sin embargo, Pedro y Juan echaron a correr también. Llegó antes Juan, pero le dejó paso a Pedro y comprobaron que, efectivamente, el sepulcro estaba vacío y las vendas, dobladas sobre la piedra sepulcral de dentro.

Yo iba de aquí para allá como ausente, sin saber a qué atenerme. ¿Qué había pasado? En Jerusalén se barajaban al menos tres hipótesis para explicarlo: una, que hubieran robado el cadáver; dos, que lo hubieran trasladado a otro sepulcro; o bien que no estuviera muerto realmente y hubiera salido de su sepultura por su propio pie. Los del sanedrín hicieron correr por la ciudad la primera versión: que sus seguidores habíamos robado el cuerpo. Los soldados insistían en que se habían quedado dormidos, explicación inaceptable para unos vigilantes profesionales que montan guardia y respondían a estas preguntas aterrorizados. Algo se guardaban que no nos querían relatar.

Oí decir palabras confusas sobre un movimiento de tierra, o un ángel o no sé qué, que removió la piedra. Mi primera reacción fue decirle angustiada al joven que encontramos en la puerta de la tumba:

–Se han llevado a mi Señor y no sé dónde lo han puesto. Desde aquel momento me sobrevino una gran inquietud, estaba nerviosa, regresé varias veces, lloraba sin parar. Hasta que, de pronto, levanté la cabeza y vi ahí mismo, delante de mí, un hombre que parecía el jardinero u hortelano.

–Mujer, ¿por qué lloras? ¿A quién buscas? –me preguntó. Pensando que era el responsable del huerto, le dije, casi sin dirigirle la mirada, absorta en lo mío:

–¡Buen hombre, si tú te lo has llevado, dime dónde lo has puesto, y yo me lo llevaré! Enajenada como siempre, me aferraba así a tu cuerpo, a lo único tangible que me quedaba, sin pensar en la insensatez que era manifestar la intención de apropiarme por las buenas de un cadáver.

Entonces aquel hombre, mirándome a los ojos, dijo:

–María.

Un escalofrío en forma de latigazo me sacudió de pies a cabeza.

Era tu voz, tu limpia voz de siempre, que hería el aire con su vibración varonil y joven, manantial en medio del bosque, acariciadora ola que besa la playa, alegre riachuelo en el páramo. «¡La voz de mi amado! Ahí viene, saltando por las montañas, brincando por las colinas»176, música que me embriagaba con la armonía del universo.

Y era mi nombre, «María».

María: el nombre en boca del amado suena a revoloteo de mariposas en el estómago, a pan caliente, hogar en invierno, trino en la mañana, cueva umbrosa en el estío. Mi nombre entre millares, pronunciado por el hombre que me había alzado con su mano, rescatándome del torrente de amargura hacia prados frescos y paisajes nuevos, felices, perfectos, nítidos.

Me tiré a tus pies, mi sitio; no podía hacer otra cosa. Y te grité con dulzura, como siempre te había llamado:

–Rabbouní. Sí, te llamé maestro, pues siempre había sido tu discípula fiel y preferida. O podría haberte llamado camino, o verdad, o vida mía, novio, esposo del alma, tesoro escondido, pan y vino, agua que salta a la vida eterna, buen pastor, rey, puerta del rebaño, vid verdadera, padre del pródigo, buen samaritano, niño de María, pescador de hombres, dueño de tempestades, médico del cuerpo y el espíritu, grano de trigo, Mesías, Salvador, gloria viva del Padre o simplemente, como más te gusta y a mí me gusta: hombre, «hijo del hombre». Te comía a besos los pies e iba a abrazarte cuando me interrumpiste:

–Suéltame, que todavía no he subido al Padre. Ve a decir a mis hermanos: «Subo a mi Padre y vuestro Padre, a mi Dios y vuestro Dios».

Como si volara, corrí a Jerusalén, sin darme cuenta de que me acababas de encargar anunciar a los hermanos por primera vez la gran noticia de tu resurrección.

–He visto al Señor y me ha dicho esto177.

Al punto me preguntaron por los detalles: qué aspecto tenías, cómo te había visto, si te presentaste igual que siempre. Les contesté que estaba ofuscada en mi tristeza, que no te reconocí, pues lo menos que podía imaginar es que estuvieras allí, y vivo. Además, parecías el mismo y a la vez distinto.

–¿No sería una alucinación? –preguntó Tomás.

No daba con las palabras para explicarlo. Que de pronto, al oír tu voz, me di cuenta de que eras tú, pero con otra presencia. Después tus apariciones se repitieron de forma caótica, sin orden cronológico. Te vieron Pedro, Santiago, Cleofás y otro discípulo camino de Emaús, y seguramente, ¿cómo no?, tu madre. Los de Emaús te reconocieron al partir el pan en una finca donde habían ido a reponerse desolados. Y también te mostraste a los once, varias veces, cuando menos lo esperaban, dentro de habitaciones con las puertas cerradas. Estaban asustados y llenos de miedo, pero tú siempre aparecías para tranquilizarlos atravesando los muros, con un saludo de paz y alegría en los labios:

–¡Paz a vosotros!

Y, sin embargo, no eras un fantasma, porque comías con ellos o te dejabas tocar. Corrió la noticia hasta los más alejados:

–¡Está vivo! ¡Ha resucitado de entre los muertos!

Uno de tus discípulos, Tomás, ausente durante una aparición, había dudado y puesto una condición para creer: meter la mano en la llaga de tu costado y el dedo en las heridas de tus manos. ¿Por qué conservaba tu cuerpo glorioso solamente esos estigmas de tu pasión? ¿Para que no olvidáramos que sin cruz no hay luz? En otra aparición posterior invitaste a Tomás a hacerlo, recriminándole por su falta de fe. Comprendí que la fe era la única clave para aceptar tanta locura.

Si me preguntaras si, como mujer, te he recuperado, te respondería que no. Estás y no estás. Ya no sudas, ni ríes, ni lloras, ni desprendes ese olor a campo abierto, ni me pides que te arregle las sandalias rotas, te lave el cabello o guise la comida para todos. Al mismo tiempo te siento vivo, aunque ahora existes de una manera nueva, como el respirar, como la brisa o el resplandor del sol detrás de las montañas, tan real como inaprensible.

Porque, dime, ¿qué es resucitar, Jesús mío?

Juan lo relaciona con una palabra griega que significa «levantarse», «salir» o «ser sacado» de entre los muertos178. De modo que, en principio, la resurrección sería la reunión de la materia corpórea con el «principio animador» o alma. Los muertos yacen acostados; por eso, volver a la vida se entendía al principio en nuestro pueblo como «levantarse». De niña me leyeron en la sinagoga un pasaje de Ezequiel 179 sobre huesos que se recubrían de carne. Luego me explicaron que el sufrimiento y la muerte procedían de Adán y Eva y, a partir de ellos, de los pecados de los hombres. Pero eso de que el premio viene después de la vida yo no lo acababa de entender: una retribución que empieza después de la muerte. ¿Acaso la mayor bendición no es la vida? ¿De qué te vale tener bienes si igual has de morir? Y si irremisiblemente mueres, ¿para qué sirve vivir? ¿Qué sucede al creyente al morir?180. ¿Qué diferencia habría entonces entre ser bueno y ser malo, si todos mueren igualmente? Hasta que más tarde me explicaron que resucitar se emparentaba con la esperanza. Para los que son fieles a Yahvé, él se convierte entonces en el liberador de Israel de las garras de la muerte181.

Me hablaron también de Elías, un profeta poderoso que pudo resucitar a los muertos. Hasta que viniste tú. Tú, además de devolver la vida al muchacho de Naín, a la hija de Jairo y a tu amigo Lázaro, te has presentado ante nosotros como la resurrección y la vida. Lo anunciaste y lo ejecutaste. De ti pudimos aprender que resucitar es recuperar la vida, pero ¿qué es la vida? «Esta es la vida eterna: que te conozcan a ti, al único Dios verdadero y al que tú has enviado, Jesucristo»182. Resucitar no es un hecho físico, el número efectista de un gran mago. Vivías siempre unido al Padre, pero como hombre esperaste a «subir» a él, para indicarnos que en último término resucitar es vivir en unión con Dios.

Te podía tener, pero no podía atraparte. No hay una prueba física, definitiva y racional de tu resurrección. ¿Quieres que te diga la más eficaz? Mi experiencia definitiva fue la transformación de tus discípulos, ese grupo de pescadores ignorantes y atemorizados, cuyo líder había sido ejecutado a las puertas de Jerusalén. Hoy todos ellos, excepto Judas que se quitó la vida, parecen otros.

En mi opinión, los apóstoles y todos tus discípulos y discípulas, con tu resurrección, despertamos por dentro; descubrimos que aquí vivimos en una especie de sueño, un teatro, la cueva de Platón que me mostró Nicómaco en Petra. Que el sol siempre estuvo detrás y la muerte no existe; que sólo estamos dormidos; que desde siempre somos seres sin tiempo en el tiempo, pertenecemos a la explosión de luz que une lo creado con lo increado, lo manifestado con lo no manifestado. Y eso, poco a poco, nos fue cargando de comprensión y fuerza mientras esperábamos la prometida venida de tu Espíritu.

Hoy, aparentemente, no ha cambiado nada a mi alrededor. Sigue abundando la noche, el miedo, las puertas atrancadas, los corazones solitarios, los pensamientos e ideas que dividen a fariseos y saduceos, esenios y devotos, paganos y creyentes, con enfrentamiento a veces agresivo, incluso de fieles entre sí, como siempre hubo, hasta ocasionar movimientos de odio y violencia. Pilato sigue ejecutando y reprimiendo al pueblo. Herodes se consume en sus propios excesos libidinosos. El pueblo judío continúa esperando un Mesías con espada y cetro que les traiga libertad y justicia terrenas; y los romanos, alcanzar mayor poder y dominio. La resurrección ocurre en lo íntimo de cada conciencia y fuera de ella. Me pregunto si tu resurrección es una verdad que quedará para la historia. Porque la mejor historia es la escrita en la conciencia de los hombres. Resucitar es ver más, romper nuestros códigos, tocar la alegría del ser. «El que cree en mí tiene vida permanente»183.

Ocurrió en la historia, y yo tuve la suerte de ser su primera testigo. No sé si Pedro seguirá teniendo celos de que la primera persona a la que Jesús se apareció fuera una mujer, nada menos que María, la prostituta de Magdala. Pero ahora todos sus discípulos, y cualquier ser humano despierto, saben que, por la fe en ti, pueden resucitar ahora y podrán resucitar siempre, si se hacen uno contigo y entran, por la contemplación iluminada, en el no tiempo o eternidad, que eso es ser uno con el Padre. Y, sin embargo, no es un hecho sólo espiritual, sino también material, en cuanto cualquier resucitado es capaz de transformar nuestra masa, cambiar las injusticias, la dinámica del odio y el dolor, e incluso la falsa sensación de morir. Desde esta perspectiva, resucitar, se me ocurre, es un acontecimiento que afecta a toda la creación, que disuelve todo miedo y angustia y que puede experimentar cualquier hombre que se abra a lo profundo del hombre. Resucitar es descubrir que puedo volar, saberme viva para siempre, en este momento aquí y ahora, sin depender de las arrugas, el paso del tiempo, el deterioro físico y hasta la misma muerte.

Pocos días después de estos acontecimientos, vino a verme mi buen amigo José, el sanador de Tiberíades, el que me rescató un día del reino de los nabateos. De regreso de sus correrías, le habían contado lo acaecido en Jerusalén y venía preocupado, pensando que me encontraría destrozada. Le cité aquí, en el huerto, que es para mí el jardín de la vida.

–Al final se cumplieron sus vaticinios. Me lo han contado todo. ¡Ha debido de ser horrible! Conociéndote, María, debes de haber sufrido mucho.

–Sí, he sufrido. He estado crucificada y sigo crucificada con él. Pero he dado a luz. José se sorprendió, creyendo que había tenido un hijo tuyo. Me eché a reír.

–No, me he dado a luz a mí misma, a una nueva Magdalena, porque ahora veo.

–¿Qué ves, María? –preguntó José, ávidamente.

–Que era, que siempre he sido la luz y no lo sabía. Me arrastraba como un reptil por mis propias miserias, centrada en mis calamidades, mirándome los sufrimientos y compadeciéndome de mí misma. Por el perdón era una criatura nueva. Pero me afincaba en mis pensamientos destructivos, la superficie, los envites de la vida, creyendo que yo era eso, cuando el camino, la verdad y la luz estaban allí dentro, en un yo más yo que yo misma.

José callaba, con la mirada perdida en el perfil reluciente de Jerusalén, recortado en lontananza al mediodía. Luego me preguntó:

–¿Y cómo lo conseguiste? Siempre te he visto sedienta de amor, insatisfecha incluso al lado de Jesús, como si no soportaras que él no te correspondiera, que no te diera lo que tú querías.

Me atusé el cabello, respiré hondo, le miré a los ojos y dejé caer mis palabras como cuando de niña lanzaba piedras saltarinas sobre la superficie del mar de Galilea.

–Yo no he conseguido nada. Mi error fue siempre creer que tenía que actuar, esforzarme en algo, sacar a base de voluntad agua del pozo. Pero el agua que quita la sed salta sola a la vida eterna. Basta con acercarse al manantial y beberla, o mejor dejarse inundar por ella. Lo aprendí al pie de la cruz. Cuando Quinto, el centurión, le clavó la lanza en su costado, yo estaba abajo, abrazada al árbol en que estaba agonizando el amor de mi vida, y de pronto la sangre y el agua de Jesús empaparon mi cabeza. Entonces, de repente, supe que me amaba, pero no como yo me empeñaba en ser querida, con un amor que agarra, que retiene, que espera recompensa y marca territorio. Comprendí cabalmente la frase: «Nadie tiene mayor amor que el que da la vida por sus amigos»184. Amar, José, es dar la vida, y yo la estaba mendigando.

Entonces, con la cabeza apoyada entre las rodillas, me eché a llorar.

–Y ahora ¿por qué lloras, María?

–Por primera vez en mi vida lloro de alegría.

Se levantó un viento fuerte, que azotó las ramas de los árboles, despojándolos de algunos de sus frutos. Miré mis flores; sus pétalos volaban, sin que sintiera tristeza por su pérdida, por su fugacidad y muerte. Ahora sabía que las flores, como los hombres y mujeres, los pobres y ricos, los grandes y pequeños, los guapos y feos, los listos y tontos, no mueren, solo se transforman. Eso es resucitar: saber, dentro de ti, que tienen vida eterna porque forman parte de la luz, salen de la cueva, caen en la cuenta de que son luz y siempre lo fueron, pues para eso nacieron. Por eso has amado tanto a los niños, porque ellos están viendo continuamente el rostro del Padre; aún no se han maliciado, no se han separado de la luz.

De retorno a Galilea, donde el Señor los había emplazado, una mañana Pedro y los discípulos volvieron a Cafarnaún, exultantes después de una larga noche sin pescar. Aseguraban que desde la playa les llamó un joven desconocido y que, a regañadientes, echaron la red donde él les indicó, obteniendo como resultado una abundante y sorprendente pesca. Fue Juan quien adivinó que aquel joven eras tú, Jesús resucitado, que habías improvisado para ellos, sobre brasas, un desayuno de pescado y pan en la recién amanecida orilla. Y que luego, por tres veces, las mismas que él te había negado, le preguntaste a Pedro si te amaba.

–Tú sabes que te amo.

Aunque siempre te echaré de menos y sé que no volveré a ver tus pies descalzos entre los cantos rodados de la costa ribereña al desembarcar un día de pesca, ni tus manos posadas sobre los niños galileos, ni tus ojos infinitos clavados en los míos, ni volveré a oír tu llamada arrebatadora de lejos por los caminos, «María», ni asistiremos juntos a un atardecer en el mar de Galilea, ni volveré a volar con la imaginación gracias a las descripciones de tus parábolas, o a acercarte un vaso de leche tras una larga jornada de viajes, tú sabes que te amo185.

Ahora sé que me amas también. Tu Padre, nuestro Padre, que me dio el ser, me amaba misteriosamente en el dolor incomprensible con que rodeó mi infancia y me acompañó en mi adolescencia para que me levantara del lodo y fuera una buscadora inquieta de la verdad. Débora, Jorán, Sara, Rufo, Dhuoda, Quinto, los beduinos del desierto, la corte de Petra, las bailarinas de Tiberíades, José, Eliab, Juan, Pedro, Santiago y todos tus discípulos y seguidores, pero sobre todo tu madre, María, forman parte del misterioso tapiz de luz que es mi vida. Pero, como suele suceder con todos los tapices, es muy difícil adivinar su belleza por detrás, por el lado de las costuras. Hay que darle la vuelta al tapiz de la vida, y eso es resucitar.

Ahora te tengo. De otra manera, pero te tengo. Como el río es parte del mar y las estrellas del firmamento. Cierro los ojos y soy tú. Miro al mundo y te veo en los ancianos que se sientan en la plaza; en la mujer que lava ropa en la orilla; en el soldado romano que, junto a su escudo y su lanza, arrastra su niñez, sus padres, sus amores, su vida a cuestas.

Eres mi paisaje de dentro y mis sorpresas de fuera. Estás en el color con que se visten los pájaros y en el ladrido de los perros, habitas los insectos y lloras con lágrimas de niño abandonado. Ni una gota de sangre, ni una herida interior o exterior, deja de pasar por la luz de tu cruz. Porque desde ahora todo está iluminado.

No quiere decir esto que no sienta tu ausencia. Al fin y al cabo, no he dejado de ser una mujer frágil e indefensa que va envejeciendo con sus limitaciones en el tiempo. Anhelo soltar amarras y bogar contigo definitivamente. La diferencia es que ahora me basta cerrar los ojos para sentirte dentro, como el rescoldo del fuego infinito que todo lo anima y todo lo sostiene, y mirar hacia fuera para volver a enamorarme.

Cada noche, como hacías tú, me retiro a la montaña y me sumerjo en ti, me pierdo en ti, me inundo de ti. Y cada día me alzo, con una ilusión revitalizadora, a anunciarte a los hermanos, como me encargaste junto al jardín de la vida.

En una palabra, Jesús mío, ahora sé cómo amarte.

María de Magdala

Notas:

175. Cantar de los Cantares 2,10-17.

176. Cantar de los Cantares 2,8.

177. Juan 20,12-18; Marcos 16,9-11.

178. Emparentada con anístēmi («levantar», «sacar»). El vocablo castellano proviene del latín resurrectio, que también tiene el significado de «resurgir».

179. Ezequiel 37,1-14.

180. Eclesiastés 12,7.

181. Isaías 25,8.

182. Juan 17,3.

183. Juan 6,47.

184. Juan 15,13.

185. Juan 21

Fuente: PEDRO-MIGUEL LAMET: NO SÉ CÓMO AMARTE. Cartas de María Magdalena a Jesús de Nazaret (Litteraria). Mensajero, 2016. Édition du Kindle.

-oOo-

Imagen:

Artista: Artemisia Gentileschi (1593–1653)
Title: Maria Maddalena come la Malinconia
Fecha: between 1622 and 1625
Técnica: oil on canvas
Estilo: Caravaggismo fuertemente dramatizado
Dimensiones: 122 × 96 cm (48 × 37.8 in)
Localización actual: Catedral de Sevilla, Sala del Tesoro.
Persona representada : María Magdalena
Detalle iconográfico: SaGaBardon

◊◊◊

Volver arriba