Domingo dentro de la Octava de Navidad
28 de diciembre: Sagrada Familia
Confiesa: “Señor mío y Dios mío”
Tomás, uno de los Doce, llamado el Mellizo, no estaba con ellos cuando vino Jesús. Y los otros discípulos le decían: «Hemos visto al Señor». Pero él les contestó: «Si no veo en sus manos la señal de los clavos, si no meto el dedo en el agujero de los clavos y no meto la mano en su costado, no lo creo». A los ocho días, estaban otra vez dentro los discípulos y Tomás con ellos. Llegó Jesús, estando cerradas las puertas, se puso en medio y dijo: «Paz a vosotros». Luego dijo a Tomás: «Trae tu dedo, aquí tienes mis manos; trae tu mano y métela en mi costado; y no seas incrédulo, sino creyente». Contestó Tomás: «¡Señor mío y Dios mío!». Jesús le dijo: «¿Porque me has visto has creído? Bienaventurados los que crean sin haber visto». (Jn 20, 24-29)
Según las Escrituras, es un don tener el corazón de carne: “Les arrancaré el corazón de piedra y les daré un corazón de carne” (Ez 11, 19). El corazón de carne es vulnerable, se compadece, se conmueve, sufre, pero sin duda es mejor estar heridos que ser refractarios. Jesús muestra su costado herido.
Dejarse afectar por el sufrimiento de los demás manifiesta la calidad y nobleza de la persona. Jesús queda afectado por nuestro sufrimiento. Hay veces en las que el dolor se asienta en el propio corazón al verse uno mismo menesteroso. Aunque duela la evidencia de la propia herida, es el momento de la gracia, de la súplica, de quedar a los pies del Señor sin arrogancia.
Sentir en propia carne la misericordia viva del Señor Jesús, que llega a tu casa de la forma más íntima e histórica, como hizo con Tomás, y entra hasta lo más hondo de ti, es el mayor regalo que se puede desear. Quien lo haya sentido en su vida sabrá que el perdón es el don precioso de Pascua. Quizá depende del momento que vive la persona, de su sensibilidad, del estado psicológico, de la edad, del proceso de maduración espiritual en que cada uno esté, y sobre todo de la fe el poder valorar este ofrecimiento.
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