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¿En quién te sientes reflejado, en el fariseo o en el publicano?
«Dos hombres subieron al templo a orar. Uno era fariseo; el otro, publicano. El fariseo, erguido, oraba así en su interior: “¡Oh Dios!, te doy gracias porque no soy como los demás hombres: ladrones, injustos, adúlteros; ni tampoco como ese publicano. Ayuno dos veces por semana y pago el diezmo de todo lo que tengo”. El publicano, en cambio, quedándose atrás, no se atrevía ni a levantar los ojos al cielo, sino que se golpeaba el pecho, diciendo: “¡Oh Dios!, ten compasión de este pecador”. Os digo que este bajó a su casa justificado, y aquel no. Porque todo el que se enaltece será humillado, y el que se humilla será enaltecido» (Lc 18, 10-14).
El Evangelio nos presenta la parábola en la que se nos enseña la forma de orar, no de manera pretenciosa, para justificarse a sí mismo, sino de forma humilde y menesterosa. El icono del fariseo de pie, orgulloso de su cumplimiento de la ley, contrasta con la imagen del publicano, echado en el suelo. Un corazón humillado el Señor no lo desprecia, y a Dios no le satisfacen los sacrificios rituales.
Es condición para orar como nos conviene, hacerlo con consideración, según Santa Teresa, que significa tener en cuenta a quién nos dirigimos, y quiénes somos nosotros. San Benito presenta en su Regla los grados de humildad como principios para el seguimiento de Cristo. No es ser acomplejados, sino tener conciencia de que lo que somos.
Es muy fácil incurrir en cierto fariseísmo si capitalizamos nuestras obras como título que nos justifica, y eso nos hace sentirnos superiores a los demás. Para un cristiano, el cumplimiento de la ley parte, como respuesta agradecida, de la conciencia de haber sido redimido y salvado.
¿En quién te sientes reflejado, en el fariseo o en el publicano?
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